La comunidad de Juan es la más espiritual de cuantas surgieron alrededor de los evangelistas. Ello la lleva a descubrir la más alta cristología. Una cristología que, como en este caso, hará referencia a una cristología de envío, como ocurrirá también en el pasaje de la Samaritana. La presencia del Espíritu llevó a esta comunidad a deducir todas las conclusiones ético-morales derivadas de la imagen de Cristo, captada desde la iluminación. Por ello, centran su respuesta a la acción salvadora de Dios en la fe y el amor.
La característica de Dios es el hecho de enviar por amor a su Hijo para comunicarle la vida. Jesús ha sido enviado por el Padre; es el revelador del Padre; cumple su voluntad... Recordar la frase: el Padre y yo somos uno. Así, Jesús tiene en cuanto a Hijo una relación de igualdad, que vive siempre con Dios, y otra relación de sumisión, en la relación de obediencia.
No es de extrañar que nos encontremos en esta disyuntiva a un evangelista que contrapone cosntantemente las figuras de Jesús y de Juan el Bautista, quizás por contraposición a la comunidad bautista o quizás, seguramente, para dejar evidencia de que el Bautista no era la luz porque la Luz verdadera, Jesucristo, es el único de los dos que Resucita. Y no con la vida de antes, como revivido, sino desde una nueva concepción vital que lo encumbra al lado del Padre, que lo ama.
El pasaje de hoy, entonces, nos abre al descubrimiento de las intenciones didácticas y cristológicas de la comunidad del evangelista, que subraya la necesidad de romper con las tendencias gnósticas, bautistas… y centrarse, así, en la verdadera Revelación de Dios en Cristo. Así, no sólo la teoría cumple, la Escritura cumple, o la profecía cumple sino que serán las obras del mismo Jesús las que revelan, de un modo inequívoco, su relación filial e identitaria con Dios mismo.
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