Generalmente, en los nacimientos, se sucede esta escena en que todo el mundo tiene algún nombre para el pequeño: que si el del abuelo, el de la bisabuela, el que le parece a las hermanas del padre… que se suman al ingenio de los padres de la criatura que también tienen algo que decir al respecto. Vaya lío! Y muchas veces, cuánta discusión! El pasaje de hoy nos añade un nuevo elemento a esta cosa de poner el nombre y es que, además de la familia, los amigos, los padres…, Dios también tiene un nombre para cada uno de nosotros. Es decir, que antes que nos nombren en la tierra, ya somos conocidos por Dios y según este conocimiento sobrenatural, enviados, nacidos, entregados a la vida para algo muy especial. De ese modo, podemos decir, que la mano de Dios está desde siempre con cada uno de nosotros.
Claro, de todos nosotros, seamos o no cristianos, vivamos o no en pecado, seamos más o menos altos, bajos, flacos, gordos, guapos o feos. Este nombre con que Dios nos llama tiene el mismo valor, la misma calidad, y vierte el mismo Amor para cada persona que vive, vivió o vendrá a vivir en este mundo nuestro, aunque después las circunstancias de cada cual nos conduzcan de una u otra manera.
Esta ligazón primera con el Creador, este vínculo especial con que somos llamados y amados por Dios, Isabel y Zacarías lo prolongan en vida de su niño, porque su corazón ha sido iluminado de manera profética. Esto conlleva que aquello que Juan ya era, en esencia, podrá llegarlo a ser, en forma (o en persona). Del mismo modo, padres y madres, nuestro cometido no es sólo el de procurar una educación, un bienestar, una alimentación… a nuestros hijos e hijas, sino también el de procurar ligar (de alguna manera) aquel nombre con el que somos conocidos por Dios y que está gravado en el corazón. Por tanto, hay todo un trabajo de sensibilización espiritual para descubrir el nexo, la misión y el llamado de cada uno no aquí, sino en Dios.
Esto, pues, implica algo más de lo que son las obligaciones, los deberes, la comunicación, o todo aquello que podamos dar a nuestros hijos. Porque si no los conocemos como son conocidos por Dios, nuestra lengua siempre estará sujeta, y seremos como este Zacarías mudo, cuyas palabras, actos, vida… no se escuchan.
Que aprendamos a descubrir ese primer nombre de amor desde el que somos creados.
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