Es deseo de la Iglesia visible que el testimonio cristiano en el mundo se realice por medio de la comunión. De hecho, leemos que tanto la voluntad del Padre como la voluntad del Hijo es la de lograr que esa misma comunión trinitaria se viva, en cada persona, como reflejo entre la humanidad. Es un deseo, por tanto, metafísico que los seres humanos alcancen en su convivencia un grado de implicación tal que valores como la solidaridad o el amor ya no sean de promoción sino que se realicen normalmente, como algo natural, necesario y distintivo para la raza humana.
Claro, a pesar de la belleza implícita de esta oración sacerdotal que nos lleva al encuentro de lo santísimo, no podemos quedarnos en una teoría meramente abstracta, espiritual, de la voluntad del Padre y del Hijo. Pues esta vida de comunión que se nos ofrece desde las moradas celestiales se concreta, luego, en la vida de cada persona que decide adherirse a Cristo, o a su persona, o a su misión.
No obstante, es un camino abierto para cualquier religión, para cualquier confesión, buscar lazos de comunión de los unos con los otros, pues en definitiva todos podemos llegar al encuentro de lo divino desde la experiencia de la unión. Quizás sólo haga falta el deseo de querer integrarse en la realidad del otro, saliendo cada uno de nuestros límites, de nuestras ideas, de nuestros credos y así, como haciendo sonreír a Dios, alcanzar a la hermana o al hermano, al cercano y al lejano, al que ora de rodillas y al que lo hace a través de un manthra.
No necesitamos buscar voluntades más hondas, más profundas, verdades con más base de misterio, ciencia, sabiduría, contacto extrasensorial… sólo necesitamos vivir la experiencia de la comunión, haciéndonos subsidiarios de los demás, siendo casas de acogida, abriendo las puertas, celebrando alrededor de una mesa, encontrándonos.
Que tengamos hoy esa naciente voluntad de crear solidaridad, de tejer puentes y de vivir hacia el otro (no hacia nosotros mismos).
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