Una de las cosas más importantes del cristianismo, del mensaje cristiano, es esta afirmación de no temor que, de alguna manera, parece inaugurar una nueva era que aunque guarda una cierta continuidad con el Antiguo Testamento, nos adentra en otro tipo de misterio que es, en definitiva, un Misterio de Amor. Si la clave de la relación entre Dios y su pueblo, en el Antiguo, estaba en el temor de Dios vemos con en el Nuevo Pacto la tenemos en el no temer. Claro, cómo vamos a temer, ahora, a un Dios que ha entregado a su Hijo por amor!? Quizás estemos ante la más grande paradoja entre Antiguo y Nuevo Testamento, pero seguro que estamos ante la declaración más limpia de amor y cercanía de aquel que antes era TodoSuficiente y ahora es Todo desprendido.
Por tanto, el mensaje, la forma en que vivimos, nos mostramos, actuamos... lo que queremos que se desprenda de la imagen de la Iglesia y lo que podamos acercar de Dios o de Cristo a las personas ha de revestirse de este “no temer”, porque al amor, a la caridad, a la solidaridad... no se puede acudir temiendo sino que se acude con buen ánimo, deseosos de recibir, de formar parte, de ser entre esta relación de familiaridad, de comunidad y de vida.
Hoy seré muy breve, porque si venimos de la Resurrección, si queremos hacernos eco de este Señor resucitado, del Viviente, tenemos que ser testigos sólo, sólo, de tan grande amor. Tan, tan grande que lejos de provocar miedo genera atracción.
Que tengamos en nuestro corazón ese deseo de dejar atrás los inviernos de la historia para adentrarnos en la primavera, en lo que debe florecer, en la vida que quiere brotar, salir, descubrirse.
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