Todos tenemos en la retina alguna imagen que define nuestra fe, nuestra vida, nuestra personalidad y, por supuesto, a nuestro Dios y a Jesús. De hecho, los evangelios llegan a nosotros como una imagen proyectada sobre la comunidad creyente de un Jesús determinado en el espectro de las comunidades de la época y del redactor de cada evangelio. Y, claro está, todos nos hemos hecho una expectativa según nuestra lectura, comprensión, intuición o estudio de aquellos relatos que nos traen al nazareno, en muchos casos casi un siglo después (con todo lo que ello puede suponer).
Nuestra pregunta hoy debe releerse a la luz de la misma pregunta, ¿quién decimos nosotros que es Jesús? Porque dependiendo de quién sea para cada uno así se vivirá la fe, o la religión, de cada persona, grupo, comunidad, iglesia… Y sin ser tarea fácil, debemos atender primerísimamente a que junto a la diversidad del ser humano viven diversos Cristos. Y nos guste o no, estemos o no de acuerdo, sean más o menos ortodoxos, de la convivencia de todos ellos se configura la universalidad del pensamiento creyente. Y esto ocurre a pesar de que cada grupo trate al suyo como la Verdad única, el Camino cierto o la verdadera Vida.
Ante esta diversidad no podemos colocar grifos allí donde hay fuentes. Es decir, que quién somos nosotros para decirle a otro que no se lo ha revelado Dios mismo si no hay certeza segura salvo que a todos, absolutamente a todos, nos lo ha revelado carne y la sangre, nos guste o no. Porque esta certeza nuestra de la revelación nace o bien del Misterio, como tal indemostrable, o bien del propio anhelo interior del ser humano en su búsqueda espiritual. Por ello, me aventuro a decir, atamos tanto en la Tierra, pensando que también quedará atado en el cielo.
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