Estamos conformados e identificados con un orden moral que, desde hace tiempo, viene siendo el baremo que utilizamos las personas para determinar entre lo bueno y lo malo. Nos ayudamos para ello de la ley, de las costumbres, del sentido común… y cuando algo de eso falla, recurrimos a la ética para solventar la confrontación. Desde este punto de vista, el Evangelio de Mateo nos ofrece una serie de pasajes en que se solicita un determinado comportamiento que, si podemos llevar hacia atrás, recuerda aquel Decálogo del pueblo judío. Con todo, recordaré que la comunidad mateana tenía una gran influencia judaizante.
No obstante, el orden moral, la cuestión del pecado y muchas otras me parece que no han hecho mas que empequeñecer o empobrecer al ser humano que se ha visto delimitado por todo un orden insuperable que, de pagarse, se paga por la transgresión y ello, lejos de ser un premio, conlleva castigo. Así, mientras la humanidad ha crecido en su entramado moral y legal el ser humano se ve cada vez más miserable ante la maquinaria de los tribunales, el decoro, el buen orden o lo que es políticamente correcto. Somos una especie de fábrica de personitas de corbata, traje o vestido largo.
Y si eso no fuera suficiente, vivimos ante la amenaza escatológica del juicio, el castigo en la gehenna de fuego, el dolor, el llanto y crujir de dientes. Demasiado! Prisioneros de los siglos, de nuestras creencias y de nosotros mismos. ¿Dónde queda espacio para la revolución?
Hoy quisiera detenerme en el sermón de la montaña para reclamar espacio para el ser humano. Vuélvanse y conviértanse, pero a la creatividad, a vivir con su particular y singular unicidad. No se amedranten ante lo que parece que no es, láncense a la aventura del descubrir. Prefiero que me caiga la casa, a edificar sobre la roca del legalismo.
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