Estando en este primero de Marcos, venimos de una etapa en que la voz de Dios había quedado velada, escondida, silenciosa hasta el momento de la encarnación, cuando haciéndose Dios hombre esta Palabra adopta un rostro y vuelve a ser audible, reconocible para nosotros. No nos sorprenda por ello la exclamación de aquellos contemporáneos que escuchan asombrados la calidad y la autoridad de las palabras de Jesús, de sus enseñanzas, pues estamos regresando a un marco en el que aquella Palabra de Dios que había quedado arrebatada, regresa a los oidos ya no como un recuerdo, como algo que incluso se iba diluyendo sino como un punzón en el corazón, allí donde resuena verdaderamente la vida.
Una Palabra que es capaz de atemorizar a los demonios de la vida, las opresiones que nos acompañan, que nos someten, que nos paralizan. Es el eco de Dios por excelencia, pues es la única Palabra que tiene capacidad por ella misma de ser reconocida por encima, sobre otras resonancias, otras voces que desean tener potestad en el ser humano. Jesús viene con autoridad, Jesús es suficiente para cambiar una vida, para transformar un corazón. Esta autoridad nos reclama darnos cuenta de ¿quiénes somos?, de ¿cómo estamos?
El pasaje de hoy nos muestra a un grupo de personas que asisten atónitas a esta declaración de poder de la Palabra, a su autoridad, y decubriéndola ya no tienen necesidad de acudir a las referencias, a lo que se dice, a las interpretaciones de los Maestros de la Ley. Esta Palabra tiene suficiente autoridad para llegar a lo profundo de mi ser, a lo más hondo de mi vida para hablarle directamente de Dios y para que el Padre entre en diálogo conmigo. Y saber quién soy, y qué hago: que soy Hijo y, además, soy amado.
Hay palabras que nos vienen de muchos lugares, de prensa, de radio, de internet, de televisión. Palabra de promesas, palabra de opresión, palabra de conflicto... Y todas ellas vienen constantemente para tratar de interpelarnos, para intentar convencernos, para posicionarnos... Pero sólo hay una Palabra que es capaz de hablar a nuestro corazón con verdad y autoridad, con generosidad y amor, fraternalmente, como un Padre a una hija, o a un hijo.
Escuchemos a Dios antes de escuchar al mundo, hagámonos prontos a su voz antes de a la voz del mundo. Y que siendo sensibles a la voz del Padre descubramos cómo ve Él el mundo, deseando participar nosotros de esa visión de Amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario