LUCAS
9, 7 – 9: Herodes el tetrarca se enteró de todo lo que
estaba sucediendo. Estaba perplejo porque algunos decían que Juan había
resucitado; otros, que se había aparecido Elías; y otros, en fin, que había
resucitado alguno de los antiguos profetas. Pero Herodes dijo: «A Juan mandé
que le cortaran la cabeza; ¿quién es, entonces, éste de quien oigo tales
cosas?» Y procuraba verlo.
Podemos leer sobre la confusión que los signos de Jesús, que sus milagros,
provocaban entre sus contemporáneos, desde la gente más humilde hasta el rey
Herodes. Todos andan descolocados ante las noticias de uno que de la forma que
habla y actúa recuerda a aquellos hombres especiales que hablaban de parte de
Dios. A Herodes le despierta la curiosidad, pero a muchos de entre el pueblo
esa curiosidad empezó a convertirse en esperanza porque después de mucho tiempo
de silencio quizás, sólo quizás, habría llegado el tiempo del Mesías.
En aquel tiempo vemos como muchos procuraban ver a Jesús, sabemos por
ejemplo que Zaqueo (publicano) se subió a un árbol para poder verlo entre la
muchedumbre, como también en el caso de la hemorroísa que se abre paso entre el
gentío para tocar su manto. Cuando suceden cosas extraordinarias todos queremos
verlas. Así queremos asistir al nacimiento de un hijo, a la graduación de una
hija, al último concierto de la gira europea de aquella vieja banda de rock, o
un partido de fútbol… Cuando ocurre lo extraordinario se agotan las entradas,
no cabe un alma, se cuelga el cartel de completo y el mundo se aprieta. Así fue
el acontecimiento Jesús de Nazaret para sus contemporáneos, así nos lo redactan
y así quieren transmitírnoslo a nosotros.
De todas las cosas que existen, de toda la oferta que hallamos, todavía hoy
sigue siendo lo más asombroso y extraordinario que una persona se encuentre con
Cristo. Y es que en Cristo eclosiona el amor, en Él se halla la realización más
plena del individuo, el acto más radical de libertad, la experiencia definitiva
de salvación. Aquel que conoce a Cristo no vuelve a vivir, jamás, como vivía
antes porque su vida acaba de ser abierta al mundo, al amor por los enemigos, a
la solidaridad con los más necesitados, a la entrega total y desinteresada, a
ser feliz en la pobreza, a vivir con júbilo en mitad de las tormentas…
Hay que procurar verlo, sea como sea, si subidos a un árbol, a un camión o
desde una azotea, pero hay que verlo. Y si alguien no lo ve, somos nosotros
quienes tenemos que subirlo a nuestras espaldas para que logre ver a Jesús,
para que tenga su encuentro, para que se crucen la mirada y para que la
profundidad del Cristo traspase su corazón como un flechazo de amor, verdadero.
Quizás no salga en los libros, pero si hay que poner a una, a una primera
maravilla, hay que olvidarse de las ruinas y de las murallas, o de los
mercados, y colocar al Cristo, Él es la gran maravilla para el ser humano.
De Herodes poco podemos sacar, pero hoy quizás estemos ante la única vez en
la que merece la pena hacer algo parecido: procurar verlo.
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