Marcos 6, 7 - 13: En aquel tiempo,
llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad
sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón
y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen
sandalias, pero no una túnica de repuesto.
Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de
aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el
polvo de los pies, para probar su culpa.»
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían
con aceite a muchos enfermos y los curaban.
Hace unos años pensé en marchar caminando desde Girona a
Santander, como en una especie de ruta que me tenía que llevar de un lugar a
otro como a uno de estos discípulos a los que Jesús envió. Por tanto, si salía,
debía hacerlo tal como se les dijo a estos, sin bolsa, sin pan, sin dinero
suelto y creyendo en la providencia, que de aquello que hiciera falta se
encontraría en el camino, en las personas, en el campo... Así que un lunes por
la mañana inicié una primera etapa de 50 kilómetros desde Girona hasta Vic con
una pequeña mochila y unas bambas de estar por casa, sin mapa, sin música, sin
teléfono y con las solas ganas de hacer camino.
Tengo un recuerdo agridulce de este primer y único día de
travesía. Me explico: por un lado disfruté como un niño de la cordialidad de la
naturaleza, que campo tras campo, me permitió el alimento. Pasé momentos de
calidad interior mientras subía hacia Sant Hilari, por una carretera de subida
con olor a humedad, a fresco, a naturaleza. Increible! Un camino por el que fue
fácil saludar a unos, encontrarse con otros, escuchar el ladrido de los perros
e incluso el beber agua, agua de fuentes naturales. Claro, la subida
físicamente fue dura, más por mis problemas de espalda que poco tiempo después
me llevarían a quirófano. Pero en mi cabeza no estaba el dolor sino sólo las
ganas de caminar como otro más, como había leído.
En Sant Hilari se terminaron de romper las zapatillas, así
que aún me quedaban unos cuantos kilómetros para hacer hasta Vic y allí
encontrarme con unas personas que me acogían para pasar la noche, reposar en la
medida de los posible y proseguir.
En Sant Hilari encontré a alguien que me acompañó 10 kilómetros
en coche hasta el punto más alto de la ruta, y desde allí ya todo era bajada,
un trayecto amable y con toda la tarde aún por delante. No podía ir mejor,
encontré el afecto de la gente, encontré una mano para darme agua, la compañía
de algún matrimonio que también caminaba por los alrededores. Quizás algún loco
cantando (bueno, era yo). Así que todo marchaba genial, como había leído, como
decía el evangelio, estaba muy muy feliz.
Las zapatillas duraron hasta Viladrau, desde allí estaba a
sólo 9 kilómetros de Vic, pero las fuerzas ya habían flaqueado. Quedaba poco,
pero ni mi espalda, ni mis piernas podían más, así que llamé (gracias a un
conductor muy amable) a estos “amigos”, para que sin prisa, sin hora, sin
correr, pudieran recogerme en una gasolinera a 10 minutos en coche de la
ciudad. Allí mientras esperaba, me acogieron las personas de la estación de
servicio, a plena disposición, pero mis supuestos caseros me dijeron que no
veían, que si no era capaz de llegar a Vic, pues que mala suerte. Para qué
engañarnos, menuda bofetada! No por tener que dormir en el raso, sino porque
estos que me negaban su hospitalidad eran, también, “hermanos”. Menuda familia!
La historia termina bien, gracias a Dios, para mí (aunque no
en Vic).
Cuando leo hoy este pasaje recuerdo en mi propia carne lo que
es tener que sacudirse el polvo de mis pies, quizás para probar su culpa,
quizás para que no se pegara a mi caminar tanto desamor. Uno podía ser
rechazado en cualquier lugar, mas en cualquier lugar fui bien recibido... en el
único lugar que no fue, precisamente, un hogar cristiano.
Deseo, ruego, que si hoy llaman a su puerta, a su teléfono...
no sean de estos “hermanos” o “hermanas” que profesan tanta piedad pero que
después son capaces de dejar morir al otro. Jesús dirá en el evangelio estas
veces en que lo acogimos en casa aunque no fuimos conscientes: cuando dimos de
comer, cuando socorrimos al enfermo, cuando acogimos o cuando dimos abrigo en
una fría noche de invierno. Ojalá podamos reflexionar sobre esta necesidad de
ser casas de acogida, lugares de reposo, estancias de paz.
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