LUCAS 15, 1-3: En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los
publicanos y los pecadores a escucharle.
Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los
pecadores y come con ellos.»
Hoy estamos en el
contexto del pasaje del hijo pródigo, o el padre bueno, pero nos quedamos con
la primera parte de este relato porque, finalmente, el relato nos lleva a la
contemplación de la gratuidad en la acogida. Nosotros, como cristianos, estamos
llamados en cierta manera a ser como el Padre, que es capaz de acoger con gozo
y con amor al hijo, a aquel joven que se había perdido.
En mi experiencia de
conversión se produjo un proceso parecido al de este muchacho. No, cierto es
que ni mataron un becerro, ni me pusieron un anillo, ni nada de nada, pero lo
que sí es cierto es que cuando Dios decidió acogerme, lo hizo en un momento en
el que no me quedaban ni las algarrobas para llevarme a la boca. Estaba desnudo,
pero no con una desnudez física sino que estaba completamente despojado de todo
escudo, de toda apariencia y de toda máscara con la que podría haberme vestido
en sociedad. Quizás algunos aún dirían: mira, si es buen chaval; o pobrecito,
con lo buena persona que es… La verdad es que cuando sentí la mirada de Dios,
entendí que Él me veía en toda mi condición, desenmascarado, sin aditivos, sin
condecoraciones, sin vestido, sin currículum…
En aquel tiempo no
era fácil verme como realmente era, engañador, mentiroso, interesado, malicioso…
Progresivamente vi cómo se gastaban mis recursos, mi dinero, mis posibilidades,
y sólo quedaba esta naturaleza mía que me avergonzaba, que me pesaba y que me
había conducido hacia los rincones más inhóspitos de la maldad humana. Y desde
lo bajo es cuando surge un clamor: un deseo de perdón, una posibilidad de
redención, mi ego quebrado, mi orgullo por los suelos, sin algarrobas, sin
comida… ¿quizás recordé aquella casa de mi Padre?
Mi experiencia marca
la acogida de Dios a los pecadores, me recuerda siendo uno de esos con los que
Jesús fue a comer y a beber, con quienes compartió la mesa a pesar de sus
estigmas. Y cierto es que uno encuentra a Dios como realmente es, porque tengo
la seguridad de que a Dios no le importa cómo has llevado tu vida porque en el momento
que se produce la acogida, el encuentro, el abrazo, tu vida ya es para Él, y
para los demás, un tesoro encontrado, una perla preciosa, un nuevo amanecer, un
Hijo que regresa… una alegría.
No se cierren a
compartir la vida con aquellos o con aquellas que por su naturaleza parece que
no son de buen vivir, acérquenles el amor de este Dios que no pide
comportamientos, formas, apariencias, muéstrenles la verdad, acójanles con la
misma gracia, póngales en anillo, vístanlos con los mejores vestidos y maten un
becerro, o saquen un poco de pan con tomate y aceite. Celebren que la vida es
una oportunidad para los encuentros, sean puente para todos estos hijos e hijas
pródigos que tenemos por el mundo… sean Padres y Madres buenos.
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