Mateo 9, 14 - 15: En aquel tiempo,
se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, preguntándole: «Por qué nosotros y
los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?» Jesús les dijo: «¿Es que pueden
guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará
un día en que se lleven al novio y entonces ayunaran.»
Hay una imagen que tiene asoación directa con el
cristiano y tiene que ver con esta actitud de ayuno, de pena, de tristeza, de
sufrimiento... que cada cual lo llame como mejor le parezca y que ahora, en
cuaresma, cobrará vida nueva en muchos lugares con sus procesiones y sus
tradiciones, tan cercanas a veces al castigo y a las privaciones. Que Mateo nos
presente a estos fariseos no es arbitrario, y quizás tan siquiera fueran
fariseos. Creo que el evangelista nos está situando en aquello que ocurre en el
seno de su comunidad que, habiendo perdido la esperanza escatológica, estaba
volviendo al modelo de la sinagoga.
Tenemos detrás de
nosotros una larga y curiosa historia que ha escrito capítulos
desafortunadísimos en tanto a la concepción del mundo, del pecado, del ser
humano y de Dios mismo. Episodios en los que se ha olvidado la esencia del
evangelio y toda aquella libertad, toda aquella celebración y toda aquella vida
que triumfaba sobre la muerte quedó relegada porque algunos pensaron en ¿por
qué no ayunaban como los fariseos?
¿Y por qué lo
hacemos?¿Qué se esconde bajo la careta de la pasión, de la cruz, no de Cristo
sino cristiana? Quizás podamos intuir mucho temor a que se nos relacione, de
nuevo, con aquel que fue tildado de comilón y de bebedor pero en quien había,
hay, vida. Quizás porque da cierta inseguridad convertirse en una comunidad de
puertas abiertas, donde prime la libertad y en la que cada miembro se mueva,
piense y haga según es, según su propia autenticidad. Quizás exista una sobre
atención hacia los modelos que se nos trata de inculcar, queriendo que todos
seamos como aquel, o como el otro. Quizás cada uno pueda aportar otra
posibilidad.
Mi tutor me explicó
una vez una meditación que hizo en la parroquia, sentado en el banco, solo y a
los pies del Cristo crucificado. Allí, en aquella habitación de recogimiento,
tratando de elevar alguna oración le vino un pensamiento, un entendimiento que
traspasó su corazón, quizás hubiera llorado de impotencia: “por qué te tienen ahí crucificado, si lo que
tu quieres es abrazarme?!”.
La belleza del
cristianismo no pasa ni por el castigo, ni por la prohibición, ni por la regla,
ni tan siquiera por lo que es correcto. Lo precioso de Cristo pasa por el
abrazo, por el encuentro, por la acogida, por el descubrirnos un día así,
clavados en nuestro propio madero, pero vueltos en sí para arrancar nuestras
carnes de la cruz y salir al abrazo del hermano, de la hermana, de la
naturaleza, de la vida.
Que tengamos esa
fuerza, ese grito más insolente que no se conforma con permanecer clavados sino
que quiere, desea, trata de llegar a la Pascua.
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