Seguramente que cada vez que se lee este pasaje hay muchos que se pregunten quién era este discípulo que se recostaba en el pecho de Jesús. Cada vez, pero, tenemos más claro que no se trata de Juan, que el discípulo amado debía ser otro, quizás Lázaro, quizás Juan Marcos, quizás... judas. De hecho esta duda acerca de la identidad del discípulo amado nos permite una especie de vacío en el que todos nosotros podemos entrar, no sólo cada vez que nos reunimos para celebrar la cena del Señor, sino cada vez que nos dirigimos a Él, sea en oración, sea en alabanza, sea de la forma que sea, incluso cuando hacemos el bien, cuando nos acercamos a la hermana o al hermano, de facto estamos también recostándonos sobre el pecho de Jesús.
Y sobre esta facultad que tenemos de proximidad con el Cristo nace también algo que es singular y precioso y que va íntimamente ligado con lo que creemos y confesamos, que Dios ha posibilitado en Cristo que exista entre lo humano y lo trascendente una capacidad de amar, tal, que nos da la libertad de acercarnos al Padre, no sólo confiadamente, sino con esta actitud deliciosa de abandonarnos en su pecho, de acercarnos a su corazón, de escuchar sus latidos. Y esta singularidad es propia del cristianismo, como lo es del ser humano.
Por tanto, en estos días de celebraciones y cenas, o momentos de encuentro, o reuniones... podremos aprender a gestionar este signo de acercamiento, de confianza, de intimidad a modo que compartamos con nuestros amigos y amigas aquello que también es propio de Cristo, dejarse alcanzar por el ser humano, dejarse alcanzar por la humanidad en su pecho. Sea rico o pobre, cercano o lejano, amigo o incluso traïdor, este jueves próximo puede ser un buen día: o para recostarnos en los demás, o para acoger este gesto que también puedan hacer con nosotros, ofreciendo nuestro pecho, como un cojín.
Aún sin ser la misma, algo tiene que ver con la imagen que son una madre y su hijo (o hija) cuando lo sostiene en el pecho, que es un lugar especial para el recién nacido, donde descansar se equipara a la respiración de la madre, donde la paz se halla en el contacto humano, cariñoso y gratuito.
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