El evangelio de Juan nos presenta toda una serie de discursos que quieren llevarnos hacia el reconocimiento de la identidad divina de Jesús. Jesús aparece como el único revelador del Padre, al que nadie ha visto sino Él. Y para el evangelista es importante remarcar la primacía de Jesús sobre el Bautista ya que su comunidad, la joanica, vivía también (por lo menos en algunos momentos) junto con la bautista, sólo hace falta recordar que el propio Jesús o algunos de los discípulos también lo fueron, almenos inicialmente, del hijo de Zacarías. Por eso, el Bautista sólo puede hacer la función de precursor del Cristo, de anunciador del Mesías. Pero lo verdaderamente especial del testimonio de Juan fue el hecho de ser el primero en reconocer la identidad del Cristo: “éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Por tanto, el evangelio nos presenta a un Juan que precede y testimonia del Siervo de Dios.
En el capítulo cuatro Jesús ya se nos presentó como dador de Vida, y a esa posibilidad vital apela en este capítulo 5 ante la negativa de los judíos de acudir a Él como anteriormente ya hicieran los samaritanos. Qué contradicción para aquellos judíos que los samaritanos hallaran antes el verdadero acceso a Dios. Quizás, sólo quizás, podamos atribuir esta comparación a la radicalidad con la que el judaísmo se constituyó a partir del año 70 con las destrucción del Templo y de Jerusalén. Quizás, sólo quizás, tengamos que llevar nuestra atención no al espacio/tiempo de Jesús sino al contexto de la propia comunidad joánica, que vivía un momento de separación de la sinagoga.
La intención del evangelista en el capítulo 20 será la de confesar que las obras, palabras y situaciones descritas en el texto del evangelio son para que creamos que Jesús es el Hijo de Dios y para que, creyendo, tengamos vida eterna. Así que toda la obra de Juan quiere llevarnos hacia la profesión de la fe en Jesús como Hijo de Dios, como Cristo, como Revelador del Padre a quien nadie ha visto, como Ejecutor perfecto de su voluntad, como Perfecto adorador y como modelo de discípulo que guarda con Dios una relación de obediencia y amor.
Éste llamado de finales del siglo I sigue, con fuerza, gravado en el deseo de los cristianos de hoy, que quieren presentar al Cristo como la Vida que viene del Padre. Una Vida que se ofrece, gratis, a la humanidad para vestir de plenitud la realidad, el contexto, las relaciones y la trascendencia.
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