Comenzaré desde 1961 recogiendo unas palabras de JUAN XXIII que nos hablan
de la “necesidad de saltar de la barca y
caminar entre las olas al encuentro con Cristo que nos llama”. Son palabas
que nos quieren remitir a la necesidad de que la Iglesia renuncia a sus
certezas, abandonando la seguridad de la barca. En un claro sentido de apertura
para poder, así, recibir el mundo. O de otro modo, que para poder defender al
ser humano, para mostrar solidaridad con él hay que caminar a la intempérie,
sin bolsa, sin bastón ni alforja (como también dirán los evangelistas).
Por tanto, la pretensión del Vaticano II fue la de dejar aquella imagen de
la Iglesia como el Gran Inquisidor que reprocha a Cristo no haberlo dejado todo
bien atado y no haber quitado a los hombres el peso de su libertad, para
presentar a esta Iglesia como una comunidad en la que aquella tranquilidad que
imperaba se ha visto trastornada a causa del evangelio de Cristo, terminando, o
eso se quería, con el tiempo de los silencios y las censuras. Aflorando un
soplo de fraternidad capaz de animar a las comunidades y teniendo como
paradigma una Iglesia que suscita esperanza.
Después de cincuenta años de la celebración del Vaticano II podemos ver
cómo la realidad esboza una doble posibilidad eclesial. Hay una parte de la
Iglesia que camina según el Espíritu del Concilio, pero hay otro segmento de la
Iglesia que no, que sigue bajo la dictadura de la opresión, del silencio, de la
intransigencia bajo otro gran paradigma: “extra
ecclesia nulla sallus”. Así, observo estupefacto cómo proliferan
movimientos ultra conservadores que parecen desear enterrar los deseos de
renovación del Concilio, alejando a una sociedad cada vez menos participativa e
interesada no sólo en la Iglesia, sino en Cristo (y esto sí es un gran pecado).
Claro, bien es cierto que no podemos generalizar. Tengo presente cómo la
iglesia local trabaja, incansable, a pesar de los descréditos de la
institucional o de esos grupos ultra montanos. Existe una iglesia a nivel de base
y a nivel parroquial que trabaja hacia la comunidad, que se preocupa por los
marginados, que trata de agotar recursos a favor del ser humano, que desea
llevar adelante el evangelio de Cristo, que celebra la eucaristía invitando a
todos a la gran mesa y que vive, en esta sociedad, como resucitada.
Personalmente tiendo, en exceso, a la crítica feroz hacia la Iglesia que no
me gusta. Por ello este ejercicio me propone el desear ver con ojos de cambio
esta postura de demolición para cambiarla en otra que constructiva, dejando
espacio para la gratuidad y el don de Dios, capaz de manifestarse mucho más
allá de mis convicciones, de mis ideales o de mi compresión.
¿Hacia dónde debería ir?
La Iglesia debería proseguir en su camino evangelizador, profundizando en el
impulso misionero, sin empobrecerlo, procurando avivar la esperanza en un mundo
marcado por el individualismo, la crisis económica, la falta de trabajo y la
pérdida de contacto. Necesitamos una Iglesia sensible, que toque la realidad,
que sienta el dolor y el sufrimiento… Los signos de los tiempos ya no exigen
tanto espacio para la reflexión sino que desean trascenderla hacia caminos en
los que el testimonio marque el deseo de ser de Cristo, como Cristo. Quizás así
suscitemos en las personas algo como que: Si Cristo es tan bueno como ustedes,
yo quiero conocerlo, yo me apunto.
En esta tesitura la Iglesia ya no puede juzgar no condenar. Acompañar a las
personas y la consideración de las situaciones que viven transforma,
necesariamente, su lenguaje y su modo de intervención. Por tanto, no deberíamos
tener una Iglesia que dicta lo que es preciso o no hacer, como una autoridad
moral, sino otra que actúa como una Madre que acoge la realidad de sus hijos e
hijas, amándolos como son. No se trata de soportar sino de tratar de entender,
de comprender, aunque ello pueda llevarle toda la vida.
En el mundo por una parte, existe una institución fuerte (de personas) que
defiende la dimensión religiosa que la sociedad necesita para apaciguar sus
angustias y responde a una necesidad profunda del individuo y de la sociedad.
Por otra, existen unos hombres y mujeres, a menudo solos, que intentan
aventurar una palabra desde su propia fe y ternura.
En el evangelio no hay ninguna situación sin salida. Hay que apostar por la
esperanza. Por ello no debe haber situación humana que caiga en el olvido.
¿Cómo pueden creyentes ser los marginados de nuestro tiempo y serlo, además,
por la propia Iglesia?
Esta Iglesia itinerante debe, por consiguiente, readoptar su posición ante
los divorciados, los sacerdotes que se han casado o quieren casarse, la
situación de la homosexualidad dentro y fuera de la Iglesia, los matrimonios y
otras formas de familia, la situación de inhumanidad que se vive ante los
conflictos armados, la crítica social…
Tengo esperanza que vuelva a resoplar aquel aire antiguo que clamaba a la
voz de los profetas del Israel antiguo, preocupados por el cumplimiento de una
justicia a favor de la viuda, de los huérfanos, de los pobres… en definitiva,
de todo ser humano que vive en situación de precariedad. Personas sin hogar,
con contratos de trabajo que rallan lo absurdo, con problemas ante la deuda
energética… Niñas y niños sin escolaridad, con una educación precaria, sin
opción de forjarse un futuro…
¿Quiénes son los marginados de nuestro tiempo? ¿Quiénes los pobres?
¿Quiénes los oprimidos?
Lo que debe contar para esta Iglesia son tanto el bien como las necesidades
del Pueblo de Dios, que es la humanidad entera (creyente o no). La Iglesia,
así, “no puede instalar grifos allí donde
hay fuentes” (JAQUES GAILLOT).
Por tanto, junto con las necesidades de nuestro tiempo hay que dejar
espacio a la creatividad para aventurarnos a establecer el Evangelio de Cristo
en el siglo XXI y no, en el siglo XXI, el Evangelio del siglo XII.
Todo ello viene siendo pensado y repensado desde hace cincuenta años. Hemos
tenido a grandes teólogos y pensadores, sociólogos, pedagogos, filósofos… que
han reflexionado sobre el fenómeno cristiano y eclesial dejándonos, cada cual,
su interpretación sobre lo que ocurre, ocurrió o puede ocurrir.
Con el tiempo creo que todo ello se ha ido dilatando hasta el extremo. Es
decir, que ante tanta reflexión la Iglesia ha quedado en un bucle que ha
terminado por detener su propio camino. Nos ha estancado. El resultado es
evidente, cuanta más reflexión misma participación, afluencia y tendencias en
las parroquias y en la Iglesia Universal. Hemos hecho de Cristo y de su
Evangelio un reduccionismo a la espera de otra conferencia, otro artículo de
investigación…
El reflejo del Evangelio puede estar entre pensadores, pero la realidad de
Cristo debe estar entre las personas, en la vida misma, proclamando libertad,
esperanza, amor.
Quizás lo vemos en Idomeni, cuando miles de voluntarios se lanzan a la
aventura para ayudar a los refugiados pero colisiona cuando los gobiernos
desmantelan los campos y envían a aquellas personas a la franja con Turquía.
Quizás lo vemos en la solidaridad de Caritas pero vuelve a colisionar en los
partidos políticos y la banca mundial que derroca la posibilidad de vida de la
gente. Quizás nos llegan destellos en la acogida de muchas parroquias que
celebran, que abren sus puertas… pero que chocan con las manifestaciones de
obispos y otros dirigentes.
Hay muchas realidades que llaman al Evangelio pero lamentablemente, hay
otras tantas que le cierran la puerta.
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