LUCAS
13, 1 – 5: En aquella ocasión algunos que habían llegado le
contaron a Jesús cómo Pilato había dado muerte a unos galileos cuando ellos
ofrecían sus sacrificios. Jesús les respondió: «¿Piensan ustedes que esos
galileos, por haber sufrido así, eran más pecadores que todos los demás? ¡Les digo que no! De la misma manera, todos
ustedes perecerán, a menos que se arrepientan. ¿O piensan que aquellos dieciocho
que fueron aplastados por la torre de Siloé eran más culpables que todos los
demás habitantes de Jerusalén? ¡Les digo que no! De la misma manera, todos
ustedes perecerán, a menos que se arrepientan.»
Podemos leer en el evangelio que muchos judíos todavía buscaban en el
castigo, o en la enfermedad, la razón por la que Dios se apartaba de las
personas. Si eras un pecador, si eras un enfermo, si un pobre, o si un
crucificado… tu causa estaba perdida ante Dios, pues el Todopoderoso se había
apartado de ti, y tú quedabas por injusto apartado de toda gloria. Pero, ¿acaso
cualquier desgracia viene por deseo de Dios? O ¿podemos culpar a Dios del mal
en el mundo?
Estamos, quizás, ante uno de los más grandes dilemas del ser humano de
todos los tiempos, pero cuestiones a parte Jesús quiere acercarnos aquí una
visión en conjunto de la humanidad: y es que todos somos iguales, igual de
pecadores e igualmente amados por Dios, así que hay que empezar a dejar al
margen teorías como las de la Retribución, pues ante Dios ya no hay justo o
injusto sino hijos e hijas amadas, si lo quieren de otro modo familia. Dios no
ha venido a vengarse sobre la humanidad sino que Dios ha querido comunicarnos
la salvación y acercarnos hacia ella.
Este es el quid de Cristo, que podamos ver a Dios como un Padre, como aquel
Padre de la parábola del hijo pródigo, o como aquel pastor que se va en busca
de la oveja perdida… y para ello nos acercaremos a descubrir, en parábolas,
cuál es el corazón de Dios (para que no tengamos dudas). Así el evangelista
propone un rechazo a las viejas ideas preconcebidas de un tirano poderoso que
habita en las Alturas y que vuelca de juicio la tierra para aproximarnos al
primado del amor, en el que Dios no se hace insensible al sufrimiento.
Pero hay que pasar por el arrepentimiento, claro! Hay que pasar por
entender que en muchos casos hacemos las cosas mal, y que por tanto hay que
tener en la vida una disposición de perdón. Este Dios Misericordioso quiere que
recapacitemos, que nos demos cuenta del dolor que somos capaces de infligir y
que pidamos perdón, que deseemos ser perdonados, que ansiemos la transformación
de nuestras vidas. No con un corazón endurecido sino con un corazón de carne
que podamos escuchar latir, moverse, bombear sangre (que es vida). La
sensibilidad del ser humano pasa por el arrepentimiento, y el arrepentimiento
pasa por la capacidad de amar.
Arrepentirse es dar un giro y el mundo es lo que necesita, porque ese giro
vendrá a situarnos más cerca del sentir del Padre, más próximos al pensamiento
del Hijo y más acordes a la presencia del Espíritu Santo. Y no es que un
arrepentido sea mejor persona que otro porque todos somos iguales, solo que
quien se arrepiente se hace con un pedazo de Dios y con ese pedazo es capaz de
cambiar la historia.
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