LUCAS
11, 27 – 28: Mientras Jesús decía estas
cosas, una mujer de entre la multitud exclamó: —¡Dichosa la mujer que te dio a
luz y te amamantó! —Dichosos más bien —contestó Jesús—los que oyen la palabra
de Dios y la obedecen.
Tanto esta mujer, como el ángel en la anunciación, como generación tras
generación, a la Virgen María se la llama (y se la llamará) dichosa,
bienaventurada. No sólo a María, que por expresión divina recibió un encargo
especial y único, sino que generación tras generación todos los hijos y las
hijas que se levantan del “polvo” también tienen motivos para gritarles a sus
madres: ¡Dichosa! Y a quienes también van a serlo, que se preparan para el
acontecimiento por antonomasia: dar vida. Qué puede haber más especial, o qué
puede recrear mejor al ese Dios Creador, que una madre que da a luz y, claro,
un padre que la ayuda en el crecimiento, educación y formación del nuevo
viviente. Podemos tratar de reducirlo a un conjunto de sucesos químicos y
biológicos pero, esencialmente, el misterio de la creación, la sorpresa de la
vida emerge del interior como un sacramento.
¿Y estos que oyen la Palabra y la obedecen? Esencialmente también son
madres, pues llevan la simiente del Señor en su corazón que, poco a poco,
proceso tras proceso, o según el caso, manifiesta en cada uno de nosotros una
transformación hacia un yo, nuestro, nuevo, más solidario, más humilde, más
cercano, más comprensivo, más atento, más agradecido, más vital… Felices todos
aquellos que pueden renacer de la Palabra! Felices todos y todas las que son
bautizadas! Los que se confirman! Los que viven su comunidad como un espacio de
familia, de encuentro! O los que cuando viven, viven para los demás! Dichosos!
Felices! Bienaventurados!
Quizás algunos podrían pensar que diciendo: Viva la madre que te parió!
somos unos ordinarios. Pues que viva! El vientre, los pechos y lo que sea…
Viva!
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