MARCOS
10, 13 – 16: Empezaron a llevarle niños a
Jesús para que los tocara, pero los discípulos reprendían a quienes los
llevaban. Cuando Jesús se dio cuenta, se indignó y les dijo: «Dejen que los
niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes
son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño,
de ninguna manera entrará en él.» Y después de abrazarlos, los bendecía
poniendo las manos sobre ellos.
Jesús dirá en su predicación que el Reino de Dios ya se ha acercado, en su
persona. En este pasaje vemos a unos discípulos que parece que han olvidado las
palabras de su maestro cuando no dejan, a esos pequeños, acercarse al Reino que
Jesús inauguraba. Del mismo modo, nosotros, debemos hoy ser conscientes de las
veces en las que podemos impedir la entrada, o las veces en las que estamos tan
agolpados que no dejamos entrar a nadie. No es que las iglesias estén llenas de
gente, sino que aún sabiéndolas vacías hay personas que se dedican a afinarse
en las entradas barrando el paso, o restringiéndolo. De ese modo aquel Reino
que dificultaban los discípulos con sus actitudes también lo complicamos
nosotros con las nuestras: este puede comulgar, la otra no; aquella puede
acceder al perdón, aquel no…
Claro, con estas palabras podríamos decir que nuestra religión y nuestro
Reino son exclusivistas, pues excluyen no a unas pocas sino a muchas personas,
sea por motivo de confesión, de clase, de sexo, o de situación social. Hay
veces que todo recuerda al ámbito más contrario a Jesús, pues para el Cristo el
Reino del Padre será para todo el mundo: no sólo para los que están sanos sino
también para los enfermos y para los que necesitan un médico.
Cuando hoy escucho que debemos volver a las fuentes, al evangelio, sin duda
que debemos empezar con aquello que cada uno de nosotros puede y no con
imposibles, ni con afanes conversivos. Y lo primero que podemos hacer todos es
abrir nuestras puertas, las de la casa y las del corazón, en lugar de
restringir la entrada. Que todos tengan su oportunidad de encuentro con Dios
debería ser la preocupación fundamental de cualquier cristiano, más allá de la
condición del que suplica, del que desea o del que sin saber cómo calla, porque
siente vergüenza. Lo primero que nos toca a nosotros es hacernos como los más
pequeños, porque ni somos mejores, ni tenemos seguro, ni condiciones especiales
que nos hagan diferentes. Si algo genuino es la presencia de Dios en cada uno
de ustedes y esa misma presencia original no es para ustedes solos sino para
todo ser viviente.
El Reino está aquí, entre nosotros, en la Tierra, ¿Qué hago, o qué dejo de
hacer, por este Reino? Si lo presento, si lo comparto, si lo regalo, si permito
la entrada, si además no arrendo ninguna parcela, ni vendo su propiedad… dejo a
esos niños acercarse, y los recibimos. Cada vez que recibimos un alma, una
hermana, un hermano… estamos recibiendo el mismo don de la vida, que viene con
distintos nombres, edades, tamaños, situaciones… Cuando damos asilo, cobijo,
acceso, lugar… propiciamos el Reino, y cuando propiciamos a Dios sentimos gozo,
y vida.
Si sus puertas son pequeñas dejen espacio, si con ese espacio no sirve
háganla más grande, y si aún haciéndola más grande todavía no es suficiente,
será que estamos haciéndolo bien, y que al final hemos comprendido esto que es
compartir el Reino.
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