MATEO
7, 7 – 11: »Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán;
llamen, y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca,
encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Quién de ustedes, si su hijo le pide
pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente? Pues si
ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su
Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan! Así que en
todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a
ustedes. De hecho, esto es la ley y los profetas.
Hoy en día, aunque siempre ha debido ser así, cualquier mensaje, catequesis
o evangelización debe ir precedida del testimonio de amor que pasa del cielo a
la tierra, traspasando la humanidad y que empieza en Dios y sigue en el ser
humano. Y fuera de este testimonio pueden existir muchas cosas, puede haber
palabra, dones, capacidad económica, organización o jerarquía, pero jamás,
nunca, en ningún caso puede faltar el amor. Porque si hablamos de un Padre, o
de un Padre que también es madre, que tanto ama, sus hijos e hijas deberían
(ipso facto) ser continuadores de su testigo, como en una carrera de fondo
siglo tras siglo, tras siglo.
Fijémonos en nuestra actualidad, miremos a aquellos casos cada vez más
frecuentes de violencia de género, de abandonos, de ingresos en centros de
menores por actividad delictiva, de fracaso escolar, de maltrato… Porque ¿cómo
va a dirigirse a ellos la comunidad cristiana diciendo que Dios es Padre, si su
realidad familiar es inexistente, o dura?... ¿Un Padre que me ama?(dirán) ¿Cómo
vamos a actuar ante esta respuesta? Porque está clarísimo que en gran parte de
nuestro tiempo hay una ausencia de paternidad y de maternidad, quizás porque no
se ha sabido dar, quizás porque no se deseaba… Sea como fuere, si en nuestro
tiempo presentamos a un Dios que es Padre (o Madre), tengamos presente que debemos
no sólo fundamentarlo sino, además, convertirlo en realidad.
Y esa conversión significa nuestro testimonio, el testigo de una familia
amante que desea, valora, comprende y quiere cuidar de cada nuevo miembro (y de
cada uno de los que ya forman esa gran familia). Por tanto, si bien estamos en
tiempo de reivindicación de la figura del Padre amoroso, también estamos ante
la necesidad de que ese amor sea manifiesto en nosotros y lo estamos con más
urgencia que nunca, porque la sociedad está enfermando de insensibilidad, de
relativismo. Estamos siendo espectadores de un continuo peregrinaje de
huérfanos y huérfanas que caminan pensando que el mundo es hostil y que para
sobrevivir en él se deben al desamor, a pelear, a morder.
A lo largo de este tiempo que viene, vamos a comenzar a ver a hijos e hijas
de estos que estarán sobre algún cartón sufriendo las calamidades del frío. Se
sumarán a los muchos que hoy, bajo la ley del desahucio, ya viven en las
calles, o en precariedad, con las vistas puestas a atender el frío como puedan,
a sobrevivir.
¿Ante todos estos tenemos que hablar del Padre Amoroso? Pues tenemos mucho
trabajo, porque como siempre ocurre el tiempo se nos viene encima, nos atrapa
el toro y nos vamos a quedar, nuevamente, a las puertas de haber podido hacer
algo más.
Podemos optar por llevar a un Dios abstracto, con un amor abstracto, que es
éste que viendo la miseria decimos que no actúa, que se olvida de nosotros…
Pero podemos optar por el Dios vivo, el Padre amoroso, y ello nos implica
absolutamente a favor del otro, a la solidaridad, a la entrega, a la
preocupación, a la ayuda (sea cual sea). Deseo que todos seamos este año
testigos del amor de Dios, testigos vivos.
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