Juan 13, 21 - 33: En aquel tiempo,
estando Jesús a la mesa con sus discípulos, se turbó en su espíritu y dio
testimonio diciendo: - «En verdad, en verdad os digo: uno de vosotros me
va a entregar». Los discípulos se miraron unos a otros perplejos, por no
saber de quién lo decía. Uno de ellos, el que Jesús amaba, estaba
reclinado a la mesa en el seno de Jesús. Simón Pedro le hizo señas para que
averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de
Jesús, le preguntó: - «Señor, ¿quién es?». Le contestó Jesús:
- «Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado». Y, untando el pan,
se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en
él Satanás. Entonces Jesús le dijo: - «Lo que vas hacer, hazlo pronto». Ninguno de los comensales entendió a qué se
refería. Como Judas guardaba la bolsa, algunos suponían que Jesús le encargaba
comprar lo necesario para la fiesta o dar algo a los pobres. Judas, después de
tomar el pan, salió inmediatamente. Era de noche.
Seguramente que cada vez que se lee este pasaje hay
muchos que se pregunten quién era este discípulo que se recostaba en el pecho
de Jesús. Cada vez, pero, tenemos más claro que no se trata de Juan, que el
discípulo amado debía ser otro, quizás Lázaro, quizás Juan Marcos, quizás...
judas. De hecho esta duda acerca de la identidad del discípulo amado nos
permite una especie de vacío en el que todos nosotros podemos entrar, no sólo
cada vez que nos reunimos para celebrar la cena del Señor, sino cada vez que
nos dirigimos a Él, sea en oración, sea en alabanza, sea de la forma que sea,
incluso cuando hacemos el bien, cuando nos acercamos a la hermana o al hermano,
de facto estamos también recostándonos sobre el pecho de Jesús.
Y sobre esta facultad que tenemos de proximidad con el Cristo nace
también algo que es singular y precioso y que va íntimamente ligado con lo que
creemos y confesamos, que Dios ha posibilitado en Cristo que exista entre lo humano
y lo trascendente una capacidad de amar, tal, que nos da la libertad de
acercarnos al Padre, no sólo confiadamente, sino con esta actitud deliciosa de
abandonarnos en su pecho, de acercarnos a su corazón, de escuchar sus latidos.
Y esta singularidad es propia del cristianismo, como lo es del ser humano.
Por tanto, en estos
días de celebraciones y cenas, o momentos de encuentro, o reuniones... podremos
aprender a gestionar este signo de acercamiento, de confianza, de intimidad a
modo que compartamos con nuestros amigos y amigas aquello que también es propio
de Cristo, dejarse alcanzar por el ser humano, dejarse alcanzar por la
humanidad en su pecho. Sea rico o pobre, cercano o lejano, amigo o incluso traïdor,
este jueves próximo puede ser un buen día: o para recostarnos en los demás, o
para acoger este gesto que también puedan hacer con nosotros, ofreciendo
nuestro pecho, como un cojín.
Aún sin ser la
misma, algo tiene que ver con la imagen que son una madre y su hijo (o hija)
cuando lo sostiene en el pecho, que es un lugar especial para el recién nacido,
donde descansar se equipara a la respiración de la madre, donde la paz se halla
en el contacto humano, cariñoso y gratuito.
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