Juan 7,1-2.10.25-30: En aquel tiempo,
recorría Jesús la Galilea, pues no quería andar por Judea porque los judíos
trataban de matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las tiendas. Después
que sus hermanos se hubieron marchado a la fiesta, entonces subió él también,
no abiertamente, sino a escondidas. Entonces algunos que eran de
Jerusalén dijeron: - «¿No es éste el que intentan matar? Pues mirad cómo
habla abiertamente, y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido
de que éste es el Mesías? Pero este sabemos de dónde viene, mientras que el
Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene». Entonces Jesús,
mientras enseñaba en el templo, gritó: - «A mí me conocéis, y conocéis
de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero
es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque
procedo de él y él me ha enviado». Entonces intentaban agarrarlo; pero
nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora.
Podemos ver,
calrísimamente, cómo el evangelio de Juan viene tratando de responder a la
identidad de Jesús, a su filiación divina, a la fuerza de su obra y también
sobre cómo el creyente, y el no creyente, acoge esta identidad del Cristo. Si
bien para sus seguidores será motivo de incomprensión y para sus adversarios
motivo para la negación. Pero, tras tantos siglos de historia, de concilios, de
dogmas... ¿Quién es Jesús para nosotros? ¿Es el Cristo, o quizás sólo un buen
hombre, un hombre piadoso de su época, o un ejemplo como puedan serlo
Ghandi...? Claro, no es tan sencillo responder a esta pregunta, incluso para
los que nos decimos creyentes.
Si conociéramos a
Jesús, dice el texto, conoceríamos a Dios, porque Jesús ha sido el Revelador
del Padre, aquel que con sus obras y palabras imitó las mismas palabras y obras
del Dios invisible que, en Cristo, se quiso revelar al mundo y rescatarlo. Pero
este conocimiento de Jesús, que pasa necesariamente por la humanidad, cada
siglo trae consigo una serie de nuevas connotaciones que nos hacen comprender y
ahondar en el misterio de Dios.
Hoy tendríamos que
decir que no conocemos al Hijo, por lo menos en su totalidad y que, por tanto,
tampoco conocemos a Dios, o que si más no estamos en vías de conocerlo. Creo
que esto sería lo más honesto que cabría responder.
Claro, conocemos
muchos atributos de Dios, pero nos olvidamos que CRECIMIENTO también es la
forma en que accedemos a su conocimiento. Si el ser humano no creciera tan
siquiera entenderíamos las palabras del evangelista, si el ser humano no
reflexionara sería imposible acceder a la contemplación o a la experiencia de
la trascendencia. Si no fuera por testigos, por aciertos, por errores, por
herejías y por mártires seríamos meros ignorantes que disponen de la Revelación
pero para quienes está totalmente velada. Y, en efecto, todavía vemos como en
un espejo, porque aguardamos esperanzados el día en que podamos ver cara a
cara.
Por tanto,
sabiéndonos menuditos, sabiéndonos también como aquellos discípulos que no
llegaban a comprender la identidad de Jesús, el Plan de Dios... deseemos mayor
conciliación con las cosas que acontecen a nuestro alrededor tratando de aprender
de ellas, porque cada día que reescribimos la historia, también estamos
redescubriendo facetas, caras, atributos de este Dios para el que parece, a
veces, que hemos terminado de etiquetar.
La vida, como Dios,
es un campo de sorpresa y si algún día dejo de sorprenderme, que tengan piedad
de mí.
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