Lucas 7, 11 – 17: En aquel tiempo, iba Jesús
camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a
un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de
la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No
llores.» Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: ¡Muchacho,
a ti te lo digo, levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús
se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo:
«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La
noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
Todos conocemos muchos casos de personas que como este muchacho viven más
en una especie de muerte que en plenitud de vida. Son personas que por diversos
motivos como: enfermedad, precariedad económica, problemática familiar o
social, dependencias… viven la vida como un sin sentido, como de un modo
apático, defraudado y que termina por llevarlas a yacer en un ataúd, muertas.
También, pero, hay otra serie de personas a las que la sociedad, la familia o
las circunstancias colocan en esa misma tesitura a pesar de que en esas
personas hay vida. Es decir, que ante el ataúd podemos encontrar a
personas que viven la vida desde el “bajón”
y a otras que, aún viviendo, son subyugadas allí por la presión social, la
incomprensión o la falta de posibilidades.
Sin duda que es un sector enorme de la humanidad la que se encuentra en
cualquiera de estas opciones. Tras seis años ya visitando la unidad del dolor
en el hospital es evidente que también existe una parte que de ningún modo
quiere salir de esta situación inducida por los medicamentos y que, aunque no
los cura, les proporciona un cierto bienestar.
Todos estamos llamados en Cristo a realizar este mismo milagro vivificador,
sea en personas, sea a nivel social, sea incluso en el plano espiritual y
religioso. Estamos llamados a comunicar vida, como Hijos de Dios, y a expresar
el don gracioso de la vida eterna en Cristo, motivo de nuestra esperanza y
fuente de nuestra alegría, comunión, solidaridad y amor.
Es un llamado a acudir a los cementerios de cemento, a las funerarias
creadas por el capitalismo y esta sociedad de consumo, a realidades tocantes a
esta crisis que atravesamos, incluso a mentalidades que han quedado enfrascadas
en el conservadurismo, el miedo, el victimismo…
Por tanto, no escondan este carisma regalado por Dios, que abre los ojos de
la fe, que genera vida interior, que proclama esperanza, que ayuda y crea
vínculos, que es capaz de revivir y que además nos adhiere a la mejor forma de
entender la vida, la creación y al ser humano, que es el amor.
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