Mateo 6, 16-18: Cuando recéis, no seáis como los hipócritas, a
quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las
plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú,
cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre,
que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará.
Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los hipócritas que desfiguran su
cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su
paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para
que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y
tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará.»
El que espere algún tipo de recompensa por sus buenas acciones, su
disposición, su solidaridad, su entrega… se ha equivocado de tercio porque
nuestra fe no es una fe de recompensas (quizás sí de gratificación) y no debe
(ni puede) medirse en lo económico, tampoco con palmaditas en la espalda. El
tesoro de nuestra fe, de nuestro comportamiento, nace y termina en el corazón,
pidiéndonos el mismo Jesús que aquello que hace nuestra mano derecha no lo sepa
nuestra mano izquierda. Por tanto, el que quiera ver recompensado su trabajo
que sepa que en muchísimas ocasiones no va a ser así.
Lo digo porque conozco muchos casos de personas que comienzan aventuradas a
la gratuidad, a la donación, a fregar platos, a barrer escaleras, a llevar
comida… y que cuando ven la falta de recompensa terminan por agriar su
carácter, por enfadarse con aquellos a quienes estaba haciendo bien, por
generar conflicto… Esta personas, lamentablemente, no se ha enterado de nada.
No es que sea un colectivo minoritario éste, al contrario. Muchos y muchas
buscan que su vida les genere agradecimiento, reconocimiento, valor… pero
miren, el verdadero valor ya se lo da el mismo Padre, quien conoce las
intenciones de su corazón y les entrega este deseo de ayudar. Qué mejor y mayor
reconocimiento que trabajar para el Reino, que ser como una prolongación del
amor de Cristo. No hay nada más, no hay nada que se pueda igualar. ¿Y todavía
quieren más?¿Siguen enfrascados en buscar el reconocimiento de los otros? Sin
duda, hay que lavarse la cara, alegrar el semblante, qué preciosa encomienda
que nos concede el Señor que, de entre toda la humanidad, nos hace hijos e
hijas que le ayudan.
Por último, miren que este Padre celestial conoce en lo secreto lo que hay
en sus corazones, su predisposición y su resultado, entonces… si van a terminar
por enfadarse, por maldecir, por quejarse… no creen que eso es conocido por
Dios?¿No les valdría la pena comenzar siendo más honestos?¿Quizás no haciendo
esa obra que les cuesta un sacrificio tan grande?
No quieran ir de héroes, no quieran vestirse de blanco, no se descubran luego criticando, despotricando, lavando los platos enfadados mientras en la mesa hay risa, alegría, amistad...
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