JUAN 9:1-7.
1 Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento, 2 y sus discípulos le preguntaron diciendo: Rabí, ¿quién pecó: éste o
sus padres, para que naciera ciego? 3 Contestó
Jesús: Ni pecó éste ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras
de Dios. 4 Es preciso que yo haga las obras del que
me envió, mientras es de día; venida la noche, ya nadie puede trabajar. 5 Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo. 6 Diciendo esto, escupió en el suelo, hizo con saliva un poco de lodo y
untó con él los ojos, 7 y le dijo: Vete y lávate en la piscina de
Siloé — que quiere decir “enviado” — . Fue, pues, se lavó y volvió con vista.
Si alguna vez
he pensado en los prejuicios que existen en mi vida, puedo decir a viva voz que
no han sido sino impedimentos para poder crecer de una manera sana ante las
muchas situaciones que se han desarrollado delante de mí. Podría decir que ante
algunas respondí de forma orgullosa, o que ante otras lo hice de manera
evasiva, pues ya había juzgado que no me interesaban, mostrando desinterés, o
incluso haciendo menosprecio. Incluso me atrevería a decir que, en muchas
ocasiones, me comporté de forma deshonesta, pues en lugar de recibirlas, de
escucharlas, de comprenderlas, o de meditarlas, ya había construido un muro de
ladrillos impenetrable o algún pedestal desde donde entronizar mi corazón.
Para mi
desdicha, esas son las peores motivaciones o decisiones que uno puede tomar
ante cualquier prueba, trabajo, relación, emoción… que se le presente a uno en su
vida.
No diré que no
esté en mí comportarme de esa manera. Creo que he hecho de esta forma de enfrentar la vida un hábito,
y caminar ahora contra 37 años de historia se me hace a veces complicado.
Incluso alguna vez me ha creado cierta angustia o nerviosismo. Veo que no es la
manera correcta de recibir la vida, pero es tan innato en mí que hasta
inconscientemente parece que está mecanizado en mi sistema vital.
En estos
últimos años, en los que he podido meditar y tomarme un tiempo de refresco.
Estoy comprendiendo los innumerables mecanismos de defensa que he instaurado en
mi modo de vivir y que suponen barreras naturales ante circunstancias de todo
tipo. Y que, lejos de reportarme salud, me alejan de los demás y me llevan
cautivo a cometer actos que no quería realizar.
Pero estamos de
cambios, verdad? Parece que la vida nos otorga una segunda oportunidad y que
Jesús se encarga de explicarme cómo se vencen estas dañinas costumbres. Cómo se
derriban estos muros de defensa.
Es curioso,
pero no sé si me identificaría más con los discípulos, que muestran la
ignorancia de una herencia que dramatizaba las enfermedades al identificarlas,
irremisiblemente, con el pecado. O con los judíos, que ante el “signo”, quieren
excomulgar al ciego de la sinagoga (incluso a sus padres), como para evitar
enfrentarse a la realidad de tener que reconocer la divinidad de Cristo.
Juan 9.17:
Otra vez dijeron al ciego: ¿Qué dices tú de ese que te abrió los ojos? El
contestó: Que es profeta. 18 No
querían creer los judíos que aquél era ciego y que había recobrado la vista,
Sea como fuere,
ante esta disyuntiva nos encontramos en muchos momentos de nuestra vida. En
muchas ocasiones durante el día. Y nos afecta en todos los planos, desde el
emocional al relacional. Sufrimos nosotros y hacemos sufrir a los demás. Y
permanecemos obcecados en el error, obstinados en nuestra historia.
Era una
creencia popular, que enseñaban los mismos rabinos, que todo padecimiento
físico o moral era castigo al pecado. Aunque varios profetas anunciaban que se
anulaba el castigo por solidaridad de los padres en los hijos (Isaías_31:29.30; Ezequiel_18:2-32), sin
embargo, esta creencia primera estaba completamente arraigada en el pueblo 2.
Tanto que existían las dos corrientes. A esto responde esta pregunta de los
“discípulos.” Más aún, la doble pregunta que le hacen, si pecó él o sus padres,
era una preocupación y tema doble que se refleja en la literatura rabínica
Pero, ante esta
errónea concepción popular, Cristo descubre un gran misterio. No pecó ni
él ni sus padres. Este problema del dolor, que ingresó en el mundo por el
pecado de origen, tiene, sin culpa personal del sujeto, una finalidad
profunda en el plan de Dios: “que sean manifestadas en él (ciego) las obras
de Dios.” No solamente es para mérito del justo, como en el caso de Job, sino
que aquí se muestra esta otra profunda finalidad en el plan de Dios: su
gloria (Juan_11:4), al
patentizarse estas intervenciones maravillosas — los milagros — , que son
“signos” de la obra de la salud y de la grandeza de Cristo (Juan_5:36; Juan_10:32.37; Juan_10:14).
Descubrimos
entonces que de nuestra más arraigada herencia errónea, Jesús se hace actor de
un cambio para nuestro beneficio. Pues por obra de su poder va a permitirnos
zanjar una cuestión de herencia perjudicial ya que nos hacía prejuzgar acerca
de la maldad de otra persona.
Y si en lugar
de ver el mal que suponemos pudiéramos ver el bien que no hacemos?
Y si viendo esa
carencia, pudiéramos acercarnos hacia un pensamiento más positivo?
Supongo que veríamos,
indudablemente, que lo que primero genera es un beneficio personal. Por tanto,
no es para enseñanza de nosotros, que donde hay oscuridad Jesús ve luz? Y no
deberíamos nosotros saber que beneficio (luz) es sensiblemente mejor que
perjuicio (oscuridad)?
Entonces la luz
del Cristo sería nuestra forma de ver la vida y de enfrentarla.
Solidarizándonos con la naturaleza, asociándonos con nuestro alrededor.
Viviendo este nuevo y precioso vínculo del amor. Evitando el juicio, procurando
por la necesidad.
Jesús dijo: Yo he venido al mundo para un
juicio, para que los que no ven, vean, y los que ven, se vuelvan ciegos. 40 Oyeron esto algunos fariseos que estaban con El, y le dijeron: Conque
¿nosotros somos también ciegos? 41 Díjoles
Jesús: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero ahora decís: Vemos, y
vuestro pecado permanece.
El juicio para
el que ha venido Jesús está claro que no es el mío. El motivo por el que nos ha
dejado su Santo Espíritu, está claro que suele escapárseme a causa de mi razón.
Y si algo me preocupa es de, además, reconocerme como ciertamente ignorante,
porque aún si yo fuera ignorante, como dice el evangelio, no tendría pecado.
Una vez más, el
pecado redunda en el orgullo del ser humano. Pero la clarividencia de este
pasaje no es para castigo, ni para reprensión, sino para mostrarnos la gracia
salvadora de Jesús hacia los hombres. Nuevamente, el evangelista nos pone de
relieve que el invitado final de la reflexión serán los fariseos y los
escribas, aquellos que son capaces de expulsar a alguien de la sinagoga, o de
la Iglesia, o de la comunidad. La lección de vida que nos deja Jesús es a no
excluir a nadie por ningún motivo, por ninguna razón, por ningún prejuicio. No
somos llamados a separarnos, no somos llamados a la discordia.
Jesús nos abre
el camino hacia la reconciliación desde el ejemplo del ciego de nacimiento. Nos
lleva a tendernos una mano de recuperación. La amenaza judía es expulsar de la
Sinagoga, la esperanza cristiana es volver al seno de la comunidad. Y aquí se
produce esta especial relación de idas y venidas entre comunidades que se nos
narra a modo de signo.
El signo, en
este evangelio, es recibir a los hermanos, aceptarlos en la comunidad, hacer
Iglesia, compartir el suelo, y finalmente consolar.
El ciego de
nacimiento es el elemento de la discordia porque ahora ve, cuando antes no
veía. Y esta aproximación a la luz crea envidia entre sus hermanos. Que seamos
capaces nosotros de acoger en nuestras comunidades a cada hermano que llega a
la luz de Cristo, y que a cada persona que viva en tinieblas podamos acercarle
esa luz, no de excomunión, sino de amistad y familia.
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