La madre y los hermanos de Jesús (Mt. 12, 46-50;
Lc. 8, 19-21)
31 Vienen después sus hermanos y su
madre, y quedándose afuera, enviaron a llamarle. 32 Y la gente que estaba
sentada alrededor de él le dijo: Tu madre y tus hermanos están afuera, y te
buscan. 33 El les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis
hermanos? 34 Y mirando a los que estaban sentados alrededor de
él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. 35 Porque todo aquel
que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre.
En Cafarnaúm se sucede lo que ha
venido a llamarse: la vida pública de Jesús. El principio de la etapa
ministerial del maestro, los momentos de los grandes discursos, de las muchas
parábolas, de las lecciones. Agolpados junto a él, una muchedumbre que escucha
el mensaje. Y a su lado, los discípulos, que acaban de recibir su apostolado a
orillas del mar de Galilea.
En Cafarnaúm, no obstante, se
celebran las primeras cenas entre Jesús y
los suyos. El núcleo fuerte. Si bien es cierto que durante aquellos días
era tanto el trabajo que, a veces, hasta se les olvidaba de comer. Y qué humano, porque aun queriendo reservar
para el día esos momentos de retiro silencioso para buscar la relación íntima
con el Padre, lo cierto es que solemos hacer como ellos, y ofrecemos el día a
nuestro trabajo, a nuestros voluntariados, a nuestros estudios, proyectos… Horas,
horas, horas. Nos olvidamos de comer.
No obstante, en estas primeras
cenas empieza a forjarse esa actitud que se prolongará hasta la última cena. Y
de este modo, este primer amor más visceral se transformará en voluntad de
entrega, fidelidad, amistad y compromiso. En esta forma de conocer a Jesús, el
evangelista retratará que: tanto amó a
los suyos que estaban en el mundo, que los amó hasta el fin.
Así se instituye la eucaristía,
el mandamiento del amor, la fidelidad del servicio. Así, también, se suceden
las complicidades, se comentan los proyectos, se comparten los sueños. En la
cena, igualmente, aprendemos a descansar en el amado, en su pecho. Aprendemos no
sólo del momento eucarístico, aprendemos a escuchar el pálpito de su corazón.
Son, pues, estas primeras cenas
las que después del trabajo, del ministerio, de nuestra sujeción con el mundo,
nos permiten entrar en la intimidad de la familia. A veces ofrecemos descanso,
a veces una confidencia, a veces lo hacemos en silencio. Jesús acaba de
presentar el sermón del monte, y dónde si no cenando, entrando en esa
intimidad, encontramos un mejor escenario para que su enseñanza se vaya posando
en nosotros?
Juntos
descubrimos el Reino, a Dios. Será curioso descubrir que cuando Mateo se
refiere al Reino, se está refiriendo directamente a Dios, aunque sin nombrarlo.
Los judíos, habían preceptuado tanto la vida, que ya sólo les quedaba no
nombrar a Dios. Así, ante la imposibilidad de llevar a cumplimiento su
normativa, encontraron la forma de no tener que dirigirse directamente a Dios.
Nosotros celebramos
la vida, y cada uno aporta lo mejor que tiene. Algunos ternura, simpatía. Los
hay que aportan sabiduría, y algunos incluso una canción, un poema. No nos hace falta tener
que eludir nombrar a Dios, porque a diferencia de los judíos, nosotros nos
equivocamos mucho, muchísimo, y no tenemos esa necesidad de perfección, o de purificación.
Mi fragilidad, mi imperfección, mis errores, son muchos. Pero entiendo que lejos
de condenarme, Dios me ama así, tal como soy. Entonces, voy a tener que cumplir
todos los mandamientos? O voy, simplemente, a dejarme amar por el Señor?
No es fácil la respuesta,
aunque a veces viene bien recordarlo.
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