Mateo 5, 1-12: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus
discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
Cielos. Bienaventurados los mansos , porque ellos posseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos
serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa
de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados
seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores
a vosotros”.
Otro texto evangélico, clave para comprender esta
nueva ética que propone Jesús, es el del Sermón de la Montaña (cfr Mateo 5, 1-12). Allí él cuestiona y replantea la simetría de la ley
y quiebra el mimetismo que
consiste en depender de algo exterior: del premio o el castigo que nos ofrecen.
Amar a los demás, exige asumir las riendas de la vida,
no desde una postura caprichosa o egoísta, sino en gesto de creatividad, actuando
desde el amor y la gratuidad precisamente hacia aquellos que no pueden reportarnos beneficio. “Caridad
es voluntad eficaz de promoción del otro” (Alfredo Ferro.
La fe contra el sistema. P.21)
El Sermón de la
montaña dispone toda la propuesta ética de Jesús. Desde las bienaventuranzas,
Jesús muestra cómo el amor debe ser la raíz de nuestro estilo de vida, de
nuestra forma de actuar. Todo lo que hacíais hasta entonces, parece decir,
estaba bien, era correcto. Pero estaba vacío. Ahora Jesús nos enseña cómo
reelaborar la vida hacia una sociedad en la que reine el amor. “El desarrollo integral del hombre no puede darse
sin el desarrollo solidario de la humanidad” (PABLO VI, POPULORUM PROGRESSION, II, 43)
Las
Bienaventuranzas se disponen como un itinerario necesario del comportamiento
humano que debe, necesariamente, dirigirse hacia el otro. Ya no se participa
del mundo como ser individual, sino que Jesús solicita readaptar aquella
mayordomía que Dios nos dio para el mundo, ahora, hacia la misma
responsabilidad pero con el prójimo. Dios, que puso en el hombre la confianza
de dominio sobre la tierra, propone en Jesús una responsabilidad aún mayor, que
es sobre la propia vida humana (pero no la nuestra, sino la de los demás). Las
llaves del mundo entregadas en el Génesis, se refunden en una actitud de amor
responsable. Y no sólo con aquellos que amamos, sino incluso con quienes son
nuestros enemigos, a quienes solícitamente Jesús nos invita a amar.
“Seguir a Jesús
es pro-seguir su obra, per-seguir su causa y con-seguir su plenitud” (L. Boff: el
seguimiento de Cristo, en Jesucristo y la liberación del hombre, Cristiandad,
Madrid 1981, 35). Seguir a Cristo lleva expreso
el imperativo ético de comprometerse con esta misma causa, la causa de los
pobres, de los enfermos, de los desahuciados… Para que el mundo pueda
experimentar un proceso de liberación, entendida como un amor que ha de
sacrificarse; como una esperanza que debe pasar por esperanzas políticas, como
una fe que tiene que avanzar tanteando (Cfr Von Balthassar, ensayos
teológicos II, SponsaVerbi, Madrid 1964; Eugenio Alburquerque, Moral cristiana
y pastoral juvenil, Editorial CSS, Madrid 1990, 61-76)
Las 9 locuras
de Cristo, muestran a grupos de personas felices en primer un momento, y luego,
la causa de dicha felicidad. Una felicidad que nada tiene que ver con la que
entendemos nosotros en el mundo. Jesús nos habla de una herencia de Dios
cercana a nosotros desde otra felicidad que nos propone. Y bajo el abrigo del
amor, que arropa todas esas actitudes. A Dios, ahora, se le hereda por amor.
Desde estas bases, ahora Jesús nos muestra por qué el mundo es valioso. El amor es el criterio definitivo para
comprender la realidad: entender que Dios es amor, impregna todo de amor. Sólo quien sabe que hay
Dios y que Dios es gracia (que ama gratuitamente a todos) puede amar también por
encima de la ley, abriéndose incluso a la alternativa de crear caminos de
encuentro y amor con el enemigo.
Jesús, en su discurso profético, recuerda que el
mundo actual es valioso porque está lleno de la gracia de Dios. Él propone que
la vida humana es un don de amor.
Sólo sobre un mundo entendido como “don”
puede hablarse de Dios como Padre, superando de raíz el exclusivismo judío y
haciendo que todos se descubran y sientan como hermanos. Dios, que ofrece su
amor a buenos y a malos, a justos e injustos, está por encima de toda
absolutización o sacralización de ley alguna. A modo de ejemplo, recordemos
como los publicanos defendían su grupo, y encontraban en la exclusividad
de sus relaciones la recompensa que buscaban; es evidente que el vínculo
existente entre ellos pretendía ante todo salvaguardar sus negocios e intereses
económicos. Los publicanos se ayudaban en beneficio de su economía, los
paganos se saludaban para que triunfasen sus estrategias, y de manera
generalizada la sociedad judía se auto proclamaba el pueblo escogido de Dios
para salvaguardar su proyecto nacional y religioso. Jesús cuestiona con sus
palabras y sus hechos todo fundamentalismo e intransigencia en la
interpretación de la ley y de los profetas y propone que el amor de Dios alcanza
también a aquellos que intentan vivir en el amor al prójimo, independientemente
de su nacionalidad o credo.
Jesús ha ofrecido el ideal del amor como gratuidad,
siguiendo el gesto de Dios Padre que generosamente ama. Cuando se ha superado
el egoísmo y la seguridad de un amor puramente interesado, puede hablarse de
una gratuidad en el actuar humano. Esta es la paga más alta, que no se busca, que no se exige, pero que
emerge luminosa porque hay Dios y Dios nos ama.
Judíos legalistas (o cristianos legalistas),
publicanos y gentiles ya han tenido su paga, pues por ella han trabajado. Por
el contrario, los que aman desde la gratuidad, los que dan sin exigir nada a
cambio, pueden confiar en la misericordia de Dios para con ellos. La comunidad
de los discípulos de Jesús somos interpelados por el maestro a mantener una
actitud constante de diálogo con el mundo, con los grupos humanos, con la
historia concreta de las personas, no desde un legalismo que aplasta y enajena,
sino desde la nueva ética que enmarca todo el decir y el hacer de Jesús: desde
la compasión, desde el perdón, desde la fraternidad, en definitiva desde un
amor vivido y expresado hasta las últimas consecuencias.
La relación de Dios con el ser humano es esencialmente
una relación de amor, que alcanza su expresión máxima en el misterio de la
encarnación: la Palabra de Dios se hace carne y viene a habitar entre nosotros
(cfr Juan 1.14). Si esto es así, el
centro del cristianismo es la Buena Nueva de un Dios que se ha comprometido con
el hombre hasta el extremo. Lo más entrañable del Evangelio reside en la primacía absoluta reconocida a la Gracia, es decir, al amor
inmerecido e inmerecible de Dios a toda la humanidad, de tal modo que siempre
aparezca como más importante y decisivo lo que Dios ha hecho por nosotros que
lo que nosotros podamos llegar a hacer por él.
El Dios que se revela en Jesucristo, no es un Dios
lejano o desconocido, sino cercano al ser humano en la medida que lo finaliza
desde dentro; tampoco es un Dios ajeno a la actividad humana sino que la asume
y la lleva a plenitud, de modo que lo auténticamente humano se convierte en
signo de lo plenamente cristiano. En
todo lo humano hay rastros de lo divino, o como expresa Pascal "el hombre supera
infinitamente al hombre"(Cfr
Pascal, Pensamientos, 433). Esta perspectiva
antropológica potencia una moral centrada en la persona más que en el objeto,
pues mira al ser humano como el puente privilegiado en el que Dios se revela.
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