Marcos 1, 21 - 28: En aquel tiempo,
Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue
a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no
enseñaba como los escribas, sino con autoridad. Estaba precisamente en la
sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué
quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé
quién eres: el Santo de Dios.» Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se
preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo.
Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.» Su fama se
extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Estando en este primero de Marcos, venimos de una etapa
en que la voz de Dios había quedado velada, escondida, silenciosa hasta el
momento de la encarnación, cuando haciéndose Dios hombre esta Palabra adopta un
rostro y vuelve a ser audible, reconocible para nosotros. No nos sorprenda por
ello la exclamación de aquellos contemporáneos que escuchan asombrados la
calidad y la autoridad de las palabras de Jesús, de sus enseñanzas, pues
estamos regresando a un marco en el que aquella Palabra de Dios que había
quedado arrebatada, regresa a los oidos ya no como un recuerdo, como algo que
incluso se iba diluyendo sino como un punzón en el corazón, allí donde resuena
verdaderamente la vida.
Una Palabra que es capaz de atemorizar a los demonios
de la vida, las opresiones que nos acompañan, que nos someten, que nos
paralizan. Es el eco de Dios por excelencia, pues es la única Palabra que tiene
capacidad por ella misma de ser reconocida por encima, sobre otras resonancias,
otras voces que desean tener potestad en el ser humano. Jesús viene con
autoridad, Jesús es suficiente para cambiar una vida, para transformar un
corazón. Esta autoridad nos reclama darnos cuenta de ¿quiénes somos?, de ¿cómo
estamos?
El pasaje de hoy nos muestra a un grupo de personas que
asisten atónitas a esta declaración de poder de la Palabra, a su autoridad, y
decubriéndola ya no tienen necesidad de acudir a las referencias, a lo que se
dice, a las interpretaciones de los Maestros de la Ley. Esta Palabra tiene
suficiente autoridad para llegar a lo profundo de mi ser, a lo más hondo de mi
vida para hablarle directamente de Dios y para que el Padre entre en diálogo
conmigo. Y saber quién soy, y qué hago: que soy Hijo y, además, soy amado.
Hay palabras que nos vienen de muchos lugares, de
prensa, de radio, de internet, de televisión. Palabra de promesas, palabra de
opresión, palabra de conflicto... Y todas ellas vienen constantemente para
tratar de interpelarnos, para intentar convencernos, para posicionarnos... Pero
sólo hay una Palabra que es capaz de hablar a nuestro corazón con verdad y
autoridad, con generosidad y amor, fraternalmente, como un Padre a una hija, o
a un hijo.
Escuchemos a Dios antes de escuchar al mundo, hagámonos
prontos a su voz antes de a la voz del mundo. Y que siendo sensibles a la voz
del Padre descubramos cómo ve Él el mundo, deseando participar nosotros de esa
visión de Amor.
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