Mateo 4, 12 – 17: En aquel tiempo,
al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando
Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón
y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: «País de Zabulón
y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los
gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que
habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»Entonces
comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de
los cielos.»
La conversión está asociada al Reino de Dios, como la
resurrección también depende de nuestra acogida en el corazón. Es decir, que
para creer, o para convertirse, es necesario dejarse alcanzar y hay que tener
en muy en cuenta esto para ser conscientes que esta realidad del Reino pasa,
ineludiblemente, por la vida, por las personas... o por las actitudes,
disposiciones, pensamientos, actos que surgen en nuestra vida. ¿Es, pues, la
conversión cosa de un día? Probablemente no sino que es un proceso, un camino
de maduración o como queramos llamarlo porque nunca es igual, jamás tiene la
misma intesidad o repercusión, el como acogemos hoy, o acogimos ayer, o
acogeremos mañana a Dios en nuestro corazón.
Cada siglo ha traido consigo una nueva interpretación del
mundo, de la sociedad, de la economía y, entre otras de la religión (como
expresión de la manera en que queremos dar un significado a nuestra fe). La
conversión, la forma de convertirse, también. Entonces, a pesar de que el Reino
de los cielos se acercara ya en Jesús, hace muchos siglos, la forma en que
pensamos, recibimos, amamos, experimentamos, reflexionamos o sentimos esa
presencia cercana de Cristo ha ido evolucionando. Sí, Dios sigue siendo Dios,
pero el ser humano ha cambiado y la forma por la que acceder a Él también.
Creo firmemente que
la sociedad, que el mundo y el ser humano de nuestros días vive necesitado de
conversión, pero no de esa conversión arcáica, obsoleta, que sujeta al vivo a
la religión sino en una conversión real, “de toque”, que nace de la experiencia
de la luz que brilla en la oscuridad y que nos permite ver nuestra vida desde
una perspectiva de reflexión, de proximidad, de solidaridad y de amor. Sí,
podemos salir a las calles a gritarle a la gente que se convierta, ¿pero de
qué?¿para qué?¿por qué? ¿No vale más la pena acercar a la gente a Cristo y que
el diálogo personal e interior con Dios sea el que la transforme?
Merece la pena
hacer un esfuerzo para entender que si el Reino está cerca, quizás nosotros
mismos lo estemos alejando del ser humano. Vale la pena, pues, primero
detenernos en nuestra propia conversión, poniendo en claro nuestra vida y la
disposición de nuestro corazón. Si somos una comunidad, o personas de acogida,
adelante porque estamos en la buena dirección, pero si por el contrario somos
una comunidad de puertas cerradas, o poco integradoras, tendremos que rogarle
al Padre que nos vuelva a iluminar con esa luz grande que nos convierte.
Que convertir no
sea obligar, ni hacer cumplir, ni solicitar, ni imponer, ni quitar, ni prohibir.
Convertir es amor, y es amor de Dios que quiere recuperarnos. Por tanto, que se
terminen las exclusiones, las excomuniones, los conflictos, rencillas,
discusiones, problemáticas, separaciones... y dejemos que el Reino se acerque,
a todos.
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