Marcos 1, 40 - 45: En aquel tiempo,
se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes
limpiarme.» Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
«Quiero: queda limpio.» La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para
que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que
mandó Moisés.» Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con
grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en
ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas
partes.
Tengamos presente algo que es verdaderamente
importante, que Jesús, que Dios, quiere limpiar al ser humano, a toda persona,
sea quien sea, haya hecho lo que haya hecho o padezca la enfermedad que
padezca. Así, mientras nosotros seguimos separándonos, arrinconando a personas
por su condición, o porque no nos caen bien, o porque nos molestan, o porque
piensan diferente..., debería resonar en nuestro corazón un deseo de, dándonos
cuenta de lo que hacemos, alzar la voz y pedirle también a Jesús que nos
limpie, que nos limpie de prejuicios, de primeras impresiones, de malos
entendidos, de toxicidades... Hoy, por tanto, recuperamos esa màxima del
cristianismo que nos dice que Dios se ha acercado en Jesús para que nosotros,
hoy, seamos también personas de proximidad.
Por supuesto, es
algo que debemos hacer en vida y sin esperar más, porque cierto es que en este
mundo no hay mayor separación que la provoca el propio ser humano. Quizás el
ejemplo más cercano sea la caída del muro de Berlín, que en su día representó
también la caída de los muros humanos de la incomprensión, del conflicto, de los
diferentes pensamientos que se aunan en la población, porque hay libertad.
Jesús también
quebró muchos muros, como el alemán, pues nuestros separatismos resultan
atemporales y aunque cada generación los vive en un determinado marco,
finalmente no hacemos sino repetir ese mismo patrón que en Palestina, hace más
de 2000 años apartaba a los leprosos de los pueblos y los confinaba a vivir
separados y con una especie de campanilla que debían agitar para que se supiera
que estaban enfermos. ¿Y hoy? ¿A cuántas personas seguimos hoy obligando a
declarar su enfermedad?¿A cuántos ponemos un cascabel, o damos un timbre, para
que sepamos lo que son?
Nos queremos fijar
tanto en lo que son los demás que nos olvidamos de que todos, todas, somos
Amados, Amadas, de Dios. ¿No seremos demasiado necios que no nos damos
cuenta?¿Qué podrá decirnos Dios, después de una vida, cuando nos muestre cómo
apartábamos a las personas, cómo les impedíamos llegar al Padre? Ni por más
piedad, ni por más misas, ni por más caridad, ni por más sacrificios...
misericordia! Es todo lo que nos pedía Jesús: misericordia! Porque así como lo
hizo Él nos enseña a nosotros, que no seamos causa de ninguna otra cruz, que no
carguemos al ser humano con otro madero sino que más bien ayudemos a llevar la
carga, la enfermedad, la circunstancia y que acerquemos a Cristo, como puentes
entre vidas que habían quedado aisladas.
Ser una comunidad
de puertas abiertas es ser también una comunidad que como Jesús diga al mundo:
QUIERO, SI QUIERO.
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