Marcos 3, 7 - 12: En aquel tiempo,
Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una
muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente
de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de
Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no
lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que
sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Cuando lo veían, hasta los
espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: «Tú eres el Hijo de Dios.»
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.
El evangelista nos va a dar dos pistas de lo que está
ocurriendo con Jesús en esta primera etapa de su vida pública en Galilea. Si
bien los ángeles, satanás y los demonios reconocen a Jesús como Hijo de Dios,
la actitud del Cristo es hacerlos callar. Esto es, que el conocimiento de su
filiación divina está velado del conocimiento humano y ésta verdadera identidad
va a tener que ser revelada ya en la resurrección, cuando verdaderamente los
discípulos podrán mirar atrás en el tiempo para reconocer al Mesías, a nuestro
Mesías si más no. Toda la obra es una preparación para mostrarnos la identidad
de este siervo, que se humilla y que se hace en todo obediente al Padre para
finalmente mostrarnos que aquel Jesús, que no encontró hueco en su propia
tierra, es el Hijo de Dios.
Nuestro camino de
fe, hoy, quizás nos permite comprender con más facilidad esta idea del Siervo
que chocaba con la mentalidad y la esperanza político – libertadora de aquellos
judíos. Pero nos reclama hacer un itinerario de acogida y de asunción de la
divinidad y de la humanidad, que no van por separados sino que se unen
misteriosamente en la experiencia de Jesús y en la nuestra, luego. Por tanto,
deseamos comprender a este Siervo porque, de un modo u otro, también lo somos
nosotros mismos, siervos.
Si el evangelio nos
hubiera presentado al Hijo de Dios como Hijo de Dios, probablemente habría
dejado muy de lado este misterio de la encarnación, de la humanidad y la forma
en la que Dios quiso encontrarla. Y nosotros no profesaríamos esta fe preciosa
que habla del Amor de los unos con los otros y quizás estaríamos practicando
más un ascetismo, sumidos en un limbo extático o contemplativo.
Hacer callar tiene
una importancia crucial, la humanidad de la divinidad queda absolutamente
asumida en la encarnación. El Hijo de
Dios, igual al Padre en su divinidad, es un verdadero hombre como nosotros, con
una voluntad y libertad plenamente humanas como las nuestras, capaz de
obedecer, de aprender, de adorar… De esta manera, ni el Hombre es disminuido por Dios,
ni el Hombre debe rebajar a Dios y negar su absoluta trascendencia para
afirmarse a sí mismo. Este
hacer callar sirve para dar fuerza al misterio del encuentro, porque no es sólo
que Jesús sea Hijo de Dios, sino que también es Hijo del Hombre.
A Dios nunca nadie lo ha visto, ni nadie lo conoce. A
Dios lo vemos y oímos en Jesús, y hoy en los sacramentos de la Iglesia. La vida
cristiana, pues, consiste en revivir la historia de Jesús y su relación humana
con el Padre, de forma que, compartiendo con Él su adoración al Padre, su
obediencia, su entrega, alcancemos la plenitud de nuestra vida que es la unidad
y comunión plena con Dios.
El Dios que el hombre busca y nunca
puede alcanzar se nos ha dado totalmente en la humanidad histórica de Jesús, en
su vida, en sus gestos, en sus palabras...
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