Juan 12, 44 - 50: En aquel tiempo,
Jesús dijo, gritando: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha
enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo
como luz, y así el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis
palabras y no las cumpla yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al
mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras
tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el
último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es
quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su
mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha
encargado el Padre.»
Juzgar es algo que hacemos todos. Habitualmente, desde hace ya unos cuantos
años, solemos vivir juzgando lo que sucede a nuestro alrededor y a quienes
forman parte de nuestra realidad, más cercana o más lejana. Tenemos una opinión
crítica respecto del mundo, de la política, del deporte, de la religión, de la
vida… Tenemos algo que decir en cuanto a cualquier cosa que nos ocurra, un
diálogo abierto con el mundo que, a veces, puede llegar incluso a ser un
monólogo. Yo digo y yo digo y yo digo. Juzgar es propiamente nuestro y parece
que incluso condicione la forma en que estamos en el mundo. Estamos de acuerdo,
estamos en contra, aquello es bueno, lo otro es malo.
Todo este comportamiento, toda esta reflexión a la que somos capacitados,
todo el discurrir, toda esta sabiduría, la crítica, el prejuicio… no son sino
movimientos de un campo muy limitado en el que no actuamos, sólo hablamos. Tan
fácil es hablar como lo es juzgar porque no nos implica a nada, no nos dirige a
nadie, apenas nos interpela más allá de nuestra conciencia, es de fácil
dominio, de pronto olvidar.
El evangelista somete hoy nuestro grado de responsabilidad con el mundo,
con las personas, con la vida en sí misma y con cuanto ocurre alrededor
nuestro. Juan nos interpela para salir de nuestra cueva, de nuestro interior,
porque nos llama a compartir la misma misión de Cristo, a prolongar con nuestra
actuación el Plan salvífico de Dios. Levántense de sus sillones, dejen la
tertulia del bar, cierren las páginas de los periódicos y dejen de escuchar
noticias, SALVEN! Es decir, actúen, movilícense, reclamen, sean solidarios,
amen, colaboren… salgan de ustedes mismos para darse al mundo, para entregarse
en oblación, para participar de la caridad. Salgan de misión y que sea una
misión de salvación y no de condenación.
Nuestras realidades están envueltas de muchísimas situaciones y ninguna de
ellas necesita un juicio. Algunas necesitarán una mano de pintura, otras un
plato caliente (algo de comer), las habrá que necesitan compañía para vencer la
enfermedad, la soledad, incluso puede haberlas que demanden la vida.
No se agoten en el juicio, no mueran en su sabiduría, o en su propia
opinión. Sean de los que deciden y deciden salvar al mundo, al ser humano.
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