Marcos 16, 15 - 20: En aquel tiempo,
se apareció Jesús a los Once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el
Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se
resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos:
echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en
sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a
los enfermos, y quedarán sanos.» Después
de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba
confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
Todo gira en torno a la creencia o no creencia, un aspecto crucial en la
composición de los evangelios y, también, en la composición de la vida
creyente. Hay, por tanto, una cierta ingenuidad que marca el devenir de la vida
del cristiano y que, como decía el cardenal Kasper, hay que recuperar si
queremos vivir la fe, vivir el evangelio. Cuando leemos este pasaje en
perspectiva, analizando lo que ocurre en la actualidad, sentimos de nuevo la
necesidad de colaborar, de cooperar, con la gracia para transmitir la fe que
nos salva.
Nuestra época, desde el punto de vista espiritual, es un desierto. Vivimos
en una cultura materialista que hace imposible el acercamiento al cristiano y la
percepción de sus valores. Cabría, seguro, preguntarse en qué medida ha
contribuido a la extensión de esa civilización nuestra manera de vivir el
cristianismo como asunto privado, ajeno a la vida.
Resulta paradójico ver, cada domingo, a tantos grupos de jóvenes en la
Plaza de San Pedro, por ejemplo, o en los grandes viajes misioneros de los
Papas, como por ejemplo los de San Pablo II (ahora recuerdo) y observar cómo
hay una especie de “piedra del sepulcro” que a fecha de hoy separa a las nuevas
generaciones de la celebración dominical. Y a veces no será porque no se
intenta! Pero está claro que necesitamos una profunda reflexión sobre las
causas que suponen esta escisión entre miembros de la misma comunidad, que han dejado
de encontrar en la Iglesia un lugar de reunión, de celebración y de vida
comunitaria.
Estamos delante de una realidad que puede masticarse desde las parroquias,
a pie de calle, en conversaciones y en los desalientos de aquellos que, aun
creyendo en Dios, dejaron de creer en la Iglesia. Ante esta situación los
cristianos no tenemos tiempo de lamentarnos sino de repensar la forma de acercar
posturas, de construir puentes, de construir vida y de presentar a Cristo, que
es el verdadero garante de la transformación del ser humano. Más ilusión, más
esperanza, más cohesión, más comprensión… pero sobretodo lo que este mundo
necesita es que se establezca un diálogo válido y cercano entre sociedad e
Iglesia, entre personas y religión, pues hay que ser conscientes que a pesar de
nuestras deficiencias, Cristo, Dios todavía sigue hablando a las personas.
La transmisión de la fe es un arte delicado y difícil que sólo la práctica
enseña. En este sentido, la preocupación excesiva nos hace estar tan pendientes
de los resultados de la transmisión que podemos olvidarnos de lo esencial, que
es ser de verdad cristianos que ponen sus cuidados en las manos de Dios. No nos
preocupemos de convertir absolutamente a todos.
Dios no es una palabra que resuma una definición. Es una palabra para la
invocación y para orientar una praxis determinada. Encontrarse con Él, hacer
experiencia de Él. Nuestra vida cotidiana vivida divinamente es la mejor
palabra que disponemos para decir Dios con pleno sentido.
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