Mateo 11, 25 - 30: En aquel tiempo,
exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la
gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi
Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que
estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque
mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
La vida puede ser como el paso de algo efímero que consumimos en pequeñas
caladas, que se agotan en un cigarro. Pasan los años sin casi darnos cuenta y,
finalmente, exhalamos un último aliento, quedándonos sin sabor, de nada.
Pero sin sentido no podemos caminar, no podemos descubrir, no podemos amar.
Necesitamos darle un vuelco a ese cúmulo de sensaciones y responder así a la
gran pregunta: ¿Para qué estamos aquí?¿Cuál es el sentido de la vida?
Por ello encuentro en la fe una actitud crucial, una verdadera opción para
valientes, para aquellos que han decidido afrontar la existencia. Como si
fuéramos a la gran batalla con ansias de victoria, con un deseo absolutamente
radical.
Para nosotros están las grandes páginas de la historia que disponen a
configurar una vida en plenitud, aunque las escribamos con dolor, aunque
provengan de la ruptura y del quebranto. Qué bello es sentir, experimentar,
reír… incluso llorar.
Todo respira! Todo se agradece! Todo se desea como lo hace un niño, una
niñas, que se descubre, que es consciente hasta de los más pequeños cambios que
acontecen como episodios de algo que es único, singular, precioso.
Ya no son caladas que claman al “tempo fugit”, son expresiones de
originalidad que dejan huella, rastro, historia.
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