Juan 16, 29 - 33: En aquel
tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: «Ahora sí que hablas claro y no usas
comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten;
por ello creemos que saliste de Dios.» Les contestó Jesús: «¿Ahora
creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os
disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo,
porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz
en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo.»
Me vino a la cabeza, hoy, leyendo este pasaje las muchas veces en las que
alguien me ha dicho algo que, según él/ella, era la voluntad de Dios. Como si a
muchas de estas personas Dios les hubiera hablado tan claramente que, viniendo
a mí, sabían si algo me convenía, o no, o si aquello estaba bien, mal… Es
voluntad, no es voluntad… Y muchos de ellos se equivocaban, aunque también debo
decir que unos pocos, atreviéndose con la misma afirmación, sí acertaron en
otro orden de cosas. ¿Qué nos ocurre que parece que necesitamos, como los
discípulos, que Jesús nos hable tan claramente?
Claro, parece que da una cierta autoridad, un ápice de trascendencia y un
vestido de espiritualidad cuando nos dirigimos a alguien en nombre de Jesús, en
nombre de Dios. Parece que estamos más despiertos a esta especial locución de
Dios hacia nosotros que a otras cosas quizás más importantes como la
comprensión, el respeto, la libertad o el simple acompañar a alguien desde la
ignorancia con que la vida se nos descubre día a día.
Escuchen! La vida, como Dios, es un Misterio y no podemos robarle esa
condición que nos viene oculta, a veces incomprendida, porque rayamos lo hilarante.
En efecto, ¿se imaginan una existencia sin esa capacidad de sorpresa? Como si dijéramos
a Dios que dejara de hacer todas las cosas nuevas o como si en lugar de
cristianos nos convirtiéramos en gurús, en intermediarios de la verdad. Qué
peligro!
Quiero ser breve, pero quiero también reivindicar el carácter mistérico de
mi relación personal con Dios y con la humanidad, con la vida y con el mundo,
con Cristo y con la gracia.
La próxima vez que alguien quiera venir a darme Palabra de Dios, quizás le
pida un certificado.
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