Juan 17, 1 - 11a: En aquel tiempo,
Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora,
glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le
has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Ésta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado,
Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me
encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo
tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los
hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y
ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste
procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y
ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han
creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino
por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío;
y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están
en el mundo, mientras yo voy a ti.»
Es deseo de la Iglesia visible que el testimonio cristiano en el mundo se
realice por medio de la comunión. De hecho, leemos que tanto la voluntad del
Padre como la voluntad del Hijo es la de lograr que esa misma comunión
trinitaria se viva, en cada persona, como reflejo entre la humanidad. Es un
deseo, por tanto, metafísico que los seres humanos alcancen en su convivencia
un grado de implicación tal que valores como la solidaridad o el amor ya no
sean de promoción sino que se realicen normalmente, como algo natural,
necesario y distintivo para la raza humana.
Claro, a pesar de la belleza implícita de esta oración sacerdotal que nos
lleva al encuentro de los santísimo, no podemos quedarnos en una teoría
meramente abstracta, espiritual, de la voluntad del Padre y del Hijo. Pues esta
vida de comunión que se nos ofrece desde las moradas celestiales se concreta,
luego, en la vida de cada persona que decide adherirse a Cristo, o a su persona,
o a su misión.
No obstante, es un camino abierto para cualquier religión, para cualquier
confesión, buscar lazos de comunión de los unos con los otros, pues en
definitiva todos podemos llegar al encuentro de lo divino desde la experiencia
de la unión. Quizás sólo haga falta el deseo de querer integrarse en la
realidad del otro, saliendo cada uno de nuestros límites, de nuestras ideas, de
nuestros credos y así, como haciendo sonreír a Dios, alcanzar a la hermana o al
hermano, al cercano y al lejano, al que ora de rodillas y al que lo hace a
través de un manthra.
No necesitamos buscar voluntades más hondas, más profundas, verdades con
más base de misterio, ciencia, sabiduría, contacto extrasensorial… sólo
necesitamos vivir la experiencia de la comunión, haciéndonos subsidiarios de
los demás, siendo casas de acogida, abriendo las puertas, celebrando alrededor
de una mesa, encontrándonos.
Que tengamos hoy esa naciente voluntad de crear solidaridad, de tejer
puentes y de vivir hacia el otro (no hacia nosotros mismos).
No hay comentarios:
Publicar un comentario