Lucas 24, 46 - 53: En aquel tiempo,
dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá,
resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la
conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha
prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza
de lo alto.» Después los
sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los
bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante
él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo
bendiciendo a Dios.
Cuando a la muerte del maestro los discípulos se ven
superados por todas las circunstancias de la historia, vemos como nace en ellos
el desasosiego por una mala interpretación de la vida de comunión que Jesús les
ofrecía. Ellos hubieran querido retener a Jesús. En muchos pasajes vemos a
Tomás, o a Pedro invitando al maestro para que no termine su vida entregándose
a la muerte. Pero a pesar de las ganas de sujetarlo, lo que es inevitable
termina por suceder y Jesús muere, crucificado, y es enterrado en el sepulcro.
Esto quiere decirnos que nuestra mirada debe ir hacia
el modelo de fidelidad de Cristo, una fidelidad que lo conduce a una vida de
entrega (y finalmente de la propia vida). Cuando Jesús nos enseña que debemos
desprendernos, que tenemos que perder la vida es precisamente a ésto a lo que
se está refiriendo. Podría haber dicho perfectamente: “no me sujeten”, pero los
evangelistas redactan de un modo quizás no tan directo el modelo de entrega de
Jesús.
En nuestra simbología vemos constantemente al Jesús en
el madero, crucificado, sujetado en la cruz. Quizás es porque somos una
comunidad que, a pesar de lo que Dios dispone, tendemos a ese deseo
incontrolable de retener al Cristo. Sea por inseguridad, sea por miedos, sea
por simbolismo, sea incluso por autodefinición... Pero en esta vida hay que
dejar marchar a Jesús para que también nosotros podamos dejar marchar nuestra
vida, y la vida que dejamos ir no la perdemos sino que sale al encuentro del
Espíritu Santo, nuestro ayudador.
Tenemos un mandato a salir de nosotros, a permitir que
en su libertad las personas puedan llegar a hacer aquello a lo que se avoca su
vida, a no retener a nadie, ni a Jesús, ni al Espíritu, ni a la fe... porque
aunque digamos que son nuestras, lo cierto es que son de todos.
Quitémonos este abrigo nuestro que nos ayuda a retener
un cierto calor y lancémonos, desponjémonos de nuestras capas y descubramos
este sentido que implica perder una vida y encontrarla en el Espíritu.
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