MATEO
14, 23 – 32: Después de despedir a la
gente, subió a la montaña para orar a solas. Al anochecer, estaba allí él solo,
y la barca ya estaba bastante lejos de la tierra, zarandeada por las olas,
porque el viento le era contrario. En la madrugada, Jesús se acercó a ellos caminando
sobre el lago. Cuando los discípulos lo vieron caminando sobre el agua,
quedaron aterrados. —¡Es un fantasma! —gritaron de miedo. Pero Jesús les dijo
en seguida: —¡Cálmense! Soy yo. No tengan miedo. —Señor, si eres tú —respondió
Pedro—, mándame que vaya a ti sobre el agua. —Ven —dijo Jesús. Pedro bajó de la
barca y caminó sobre el agua en dirección a Jesús. Pero al sentir el viento
fuerte, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: —¡Señor, sálvame! En
seguida Jesús le tendió la mano y, sujetándolo, lo reprendió: —¡Hombre de poca
fe! ¿Por qué dudaste? Cuando subieron a la barca, se calmó el viento.
Parece que hay veces en las que todos deseamos caminar sobre las aguas,
como expresión de muchas cosas, pero nos olvidamos de algo que es imprescindible
para entendernos a nosotros mismos y es que el ser humano es contingente. Nos
parece precioso hablar de caminar por encima del mal, por encima de los
problemas, por encima de las dificultades… pero están ahí, asolándonos a veces
o, si más no, quitándonos tranquilidad. Habrá momentos en que la vida parece
discurrir por encima de todo, aunque sabemos que vendrán otros en los que, como
Pedro, empezaremos a hundirnos.
La promesa viene de Dios, que Cristo nos levantará. Confiamos plenamente en
esta afirmación, porque aún en las peores circunstancias podemos atestiguar que
algo extraordinario, que no parece venir de nosotros, que sale de la nada, o
sin saber cómo, actúa en nuestra vida y al que podemos volver a tomar la mano
para que nos ayude a salir del momento malo. No, no es ninguna fábula, no es
ninguna historia, y aunque algunos puedan achacarlo a una circunstancia o a una
persona, esa mano que nos ayuda clama a la parte trascendente de todo ser
humano, y nos acerca a la divinidad, y al auxilio divino. En parte, gracias a
ello también hablamos de misericordia.
No obstante sería absurdo que cada vez que parece que nos hundamos tenga
que venir esa mano amiga a salvarnos. Sabemos que en muchas ocasiones deberemos
afrontar el problema, atacarlo, abordarlo, o solucionarlo. También sabemos que
en ese proceso de superación por el que salimos, de nuevo, a flote no se
promueve plenamente en la persona sino que, en parte, se fragua en el área del
Espíritu. Sea de un modo o de otro, todas esas circunstancias especiales nos
permitían hablar de misericordia, y ahora también de esperanza.
Supongo que en eso consisten las promesas, que de un modo u otro recibimos
auxilio. Sí, los hay que son inexplicables, porque para nosotros es una
incógnita cómo en África, por ejemplo, esta mano divina se ofrece ante la
hambruna, el sida, los abusos sexuales, las mutilaciones… Aunque también puede
ser que nosotros, occidentales, y como los discípulos, sólo apreciemos ver al
fantasma, sin reconocer al Cristo. Tendremos que acudir a Hillesum, a
Bonhoeffer, a Weil, por ejemplo para recordar que Dios también necesita de
nosotros dos cosas: 1) que lo perdonemos, y 2) que lo ayudemos.
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