LUCAS
1, 57 – 66: Se le cumplió a Isabel el
tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos y parientes que el
Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella. Y sucedió
que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de
su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: «No; se ha de
llamar Juan.» Le decían: «No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre.» Y
preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. El pidió una
tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Y todos quedaron admirados. Y al
punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Invadió el
temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas
estas cosas; todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: «Pues
¿qué será este niño?» Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él.
Generalmente, en los nacimientos, se sucede esta escena en que todo el
mundo tiene algún nombre para el pequeño: que si el del abuelo, el de la
bisabuela, el que le parece a las hermanas del padre… que se suman al ingenio
de los padres de la criatura que también tienen algo que decir al respecto.
Vaya lío! Y muchas veces, cuánta discusión! El pasaje de hoy nos añade un nuevo
elemento a esta cosa de poner el nombre y es que, además de la familia, los
amigos, los padres…, Dios también tiene un nombre para cada uno de nosotros. Es
decir, que antes que nos nombren en la tierra, ya somos conocidos por Dios y
según este conocimiento sobrenatural, enviados, nacidos, entregados a la vida
para algo muy especial. De ese modo, podemos decir, que la mano de Dios está
desde siempre con cada uno de nosotros.
Claro, de todos nosotros, seamos o no cristianos, vivamos o no en pecado,
seamos más o menos altos, bajos, flacos, gordos, guapos o feos. Este nombre con
que Dios nos llama tiene el mismo valor, la misma calidad, y vierte el mismo
Amor para cada persona que vive, vivió o vendrá a vivir en este mundo nuestro,
aunque después las circunstancias de cada cual nos conduzcan de una u otra
manera.
Esta ligazón primera con el Creador, este vínculo especial con que somos
llamados y amados por Dios, Isabel y Zacarías lo prolongan en vida de su niño,
porque su corazón ha sido iluminado de manera profética. Esto conlleva que
aquello que Juan ya era, en esencia, podrá llegarlo a ser, en forma (o en
persona). Del mismo modo, padres y madres, nuestro cometido no es sólo el de
procurar una educación, un bienestar, una alimentación… a nuestros hijos e
hijas, sino también el de procurar ligar (de alguna manera) aquel nombre con el
que somos conocidos por Dios y que está gravado en el corazón. Por tanto, hay
todo un trabajo de sensibilización espiritual para descubrir el nexo, la misión
y el llamado de cada uno no aquí, sino en Dios.
Esto, pues, implica algo más de lo que son las obligaciones, los deberes,
la comunicación, o todo aquello que podamos dar a nuestros hijos. Porque si no
los conocemos como son conocidos por Dios, nuestra lengua siempre estará
sujeta, y seremos como este Zacarías mudo, cuyas palabras, actos, vida… no se
escuchan.
Que aprendamos a descubrir ese primer nombre de amor desde el que
somos creados.
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