MATEO
11, 16 – 19: «¿Pero, con quién compararé
a esta generación? Se parece a los chiquillos que, sentados en las plazas, se
gritan unos a otros diciendo: “Os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado,
os hemos entonado endechas, y no os habéis lamentado.” Porque vino Juan, que ni
comía ni bebía, y dicen: “Demonio tiene.” Vino el Hijo del hombre, que come y
bebe, y dicen: “Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y
pecadores.” Y la Sabiduría se ha acreditado por sus obras.»
Generalmente, y ya casi es una tradición, nos situamos para hablar de la
transmisión de la fe en un contexto de crisis, por lo menos respecto de los
países occidentales en Europa. Nuestra Catalunya es hoy un claro ejemplo de
esta pérdida de unión, o de tradición, o de estímulo y que hace que muchas
personas opten por llevar una vida alejada de Dios, o alejada de la Iglesia. Y
¿acaso podemos entender una vida cristiana sin ambas realidades integradas? Si
la Iglesia constituye la familia de Dios en la tierra, ¿es posible pasar por
encima de ella para decir que tenemos una relación con Dios? Quizás, y a pesar
de la situación de crisis, a todos nos corresponda un momento de reflexión para
atender a nuestro corazón y al corazón de Dios y, de ese modo, dirigirnos luego
a la historia de la humanidad como Pueblo de Dios, o como Iglesia.
La historia de la humanidad sigue siendo el lugar en el que Dios se revela.
Cada época constituye una forma de reflexión y de comprensión que aporta
novedad respecto del tiempo anterior y que, necesariamente, implica un avance,
una investigación y una adecuación a los cauces del tiempo que se vive, de las
personas con que se cohabita, del pensamiento y de la cultura… En este sentido quiero
citar a Fernando Urbina que expresa la siguiente problemática: “Una iglesia institucional encerrada en los
gruesos muros de los palacios episcopales y romanos dejó de oír la poderosa voz
del mundo, la gigantesca voz de Dios”.
El cristianismo fue desde su juventud, desde su nacimiento incluso, una
novedad para las primeras comunidades que fascina y que sorprende. Ellos
vivieron en la esperanza de unos “nuevos
cielos y una nueva tierra” en que habitará la justicia (2Pedro 3, 13). Y saben
que, de una manera muy viva y como Iglesia, forman parte del nuevo Israel, de
la comunidad consagrada de Jesús y como herederos de las promesas que Dios hizo
a Abraham. La irrupción de esta novedad, además, ha renovado a la comunidad
interiormente y ello supuso un cambio radical y una novedad en la historia
humana. Pero parece, este cristianismo, haber llegado fatigado a estas últimas
etapas de la humanidad, desde la modernidad. Parece que la Iglesia esté
temerosa de que cada nueva conquista humana fuera a poner en entredicho su
predominio sobre la sociedad y la cultura. En este sentido señalaré la forma en
que la encuesta “jóvenes españoles’ 89”
se refiere a que la “Iglesia suena a
viejo (Javier Elzo)”.
Podríamos encontrar la raíz en una Iglesia que no se renueva, porque parece
faltarle Espíritu. Porque la Iglesia vive para hacer presente a Cristo que es
ayer, hoy y siempre, pero la verdad es que muchas de sus estructuras, en lugar
de hacerla presente, la ocultan.¿Somos incapaces de transparentar a Dios? Parece
como si muchos estuviésemos, en realidad, dedicados a asegurar la supervivencia
de las estructuras de la Iglesia.
Si la Iglesia actual no se renueva es porque está fallando en ella el
relevo generacional, que origina esta crisis de transmisión de la fe, y le
falta renovación. Aunque llevamos, al respecto, casi un siglo hablando de su
necesidad todo se queda en ríos de palabras y discursos, la evangelización no
progresa porque somos incapaces de poner la Iglesia en estado de
evangelización. Y hoy constatamos, con seguridad, que nuestros países se han
convertido también en países de misión.
La evidencia de la falta de jóvenes en nuestras comunidades y el
envejecimiento de los miembros más activos de la Iglesia son sólo una muestra
del azote de esta crisis y de la importancia de una actuación urgente que,
además, provoca dolor por ver que no conseguimos transmitir lo mejor de la
vida, la fe (que puede darle sentido), o la esperanza que la abre al futuro.
Estamos demasiado apegados a esas formas de cristianismo que apresuradamente
calificamos de “tradicionales”.
Quizás nos hemos consolado pensando que el cristianismo es una vocación
extremadamente exigente, y las generaciones postmodernas, incapaces de tomar
opciones radicales y adoptar compromisos estables, son incapaces de asumir sus
exigencias. Pero, a su vez y de manera irrefutable, hoy sabemos cuánto se
comprometen los jóvenes! Nuestra época, desde el punto de vista espiritual, es
un desierto. Vivimos en una cultura materialista que hace imposible el
acercamiento al cristiano y la percepción de sus valores. Cabría, seguro,
preguntarse en qué medida ha contribuido a la extensión de esa civilización
nuestra manera de vivir el cristianismo como asunto privado, ajeno a la vida.
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