MATEO
12, 1 – 6: Por aquel tiempo pasaba Jesús por los sembrados
en sábado. Sus discípulos tenían hambre, así que comenzaron a arrancar algunas
espigas de trigo y comérselas. Al ver esto, los fariseos le dijeron: —¡Mira!
Tus discípulos están haciendo lo que está prohibido en sábado. Él les contestó:
—¿No han leído lo que hizo David en aquella ocasión en que él y sus compañeros
tuvieron hambre? Entró en la casa de Dios, y él y sus compañeros comieron los
panes consagrados a Dios, lo que no se les permitía a ellos sino sólo a los
sacerdotes. ¿O no han leído en la ley que los sacerdotes en el templo profanan
el sábado sin incurrir en culpa? Pues yo les digo que aquí está uno más grande
que el templo.
Señalar a alguien cuando hace algo prohibido es fácil, diría que a veces
incluso llega a gustar a los acusadores, que encuentran un cierto placer una
vez han denunciado al infractor. Sea por un robo, sea por comer, la denuncia
sigue adelante. Diríamos que en nuestro tiempo nada ha cambiado, porque si
antes acusaron los fariseos, hoy lo hace el ministerio de Hacienda, que infla
con cargos y recargos a los autónomos, a los particulares y al pequeño empresario
que se ve ahogado por la demanda implacable de la máquina gubernamental. Claro,
si estas personas fueran cristianas, algún valiente (o alguna) podría mañana
encadenarse delante del ministerio de hacienda, o el de justicia, o el de
economía… para volver a declarar aquello que Jesús recuerda a los exaltados
judíos:
“¿O no
han leído en la ley que los sacerdotes en el templo profanan el sábado sin
incurrir en culpa?”
En el recuerdo inmediato, los repetidos casos de corrupción que arrastran a
toda la política en general, y que parece presentar impunidad para unos y
expiación para otros. Ellos son nuestros sacerdotes del presente, y también
profanan el templo de la justicia, de la igualdad, de la caridad, de la
libertad. No digo que tengamos que hacer lo malo, sólo que de una vez venzamos
la tiranía del poder para garantizar a cualquier hombre o mujer una casa, tres
platos de comida al día, una asistencia sanitaria digna, y una política más
humanitaria y en la que el interés no esté en salir a bolsa, sino en que
ustedes y nosotros seamos felices.
El dilema es el mismo que enfrentó Cristo, y hoy no me valen los discursos,
las buenas intenciones, el deseo de cambiar o las promesas, porque la realidad
en la calle es que las familias cada día afrontan su cruz, son su sufrimiento,
con su sangre, y con mucho dolor.
Los que realmente pueden, declaren que el hombre no está hecho para el
sábado sino que el sábado se hizo para el hombre. Y esto son muchos cambios, y
también es un acto de valentía y de amor. Los que hablan, los que predican, los
que tienen acceso a las decisiones, rompan toda constitución porque está mal
redactada y devuélvanle al ser humano lo que le pertenece, esto es la vida.
Piénsenlo, pero no se detengan demasiado.
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