MARCOS
9, 33 – 37: Llegaron a Cafarnaúm. Cuando ya estaba en casa,
Jesús les preguntó: —¿Qué venían discutiendo por el camino? Pero ellos se
quedaron callados, porque en el camino habían discutido entre sí quién era el
más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los doce y les dijo: —Si
alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos. Luego tomó a un niño y lo puso en medio de ellos. Abrazándolo, les dijo:
—El que recibe en mi nombre a uno de estos niños, me recibe a mí; y el que me
recibe a mí, no me recibe a mí sino al que me envió.
Algunos dirían que la clave para entender el evangelio de Cristo está entre
estas líneas: hay que vaciarse de poder, de egoísmo, de posición, de codicia,
de importancia, de presencia, incluso de nuestro reino para hacernos como los
más pequeños y, además, como servidores. Al revés del mundo, lo importante no
es estar a la cabeza, en el primer lugar, en lo más alto, sino que el lugar de
aquellos que desean seguir a Cristo está en las últimas posiciones, para poder
recoger a todos aquellos que caen, se cansan, o se hacen daño en el camino, que
es la vida. Si cogiéramos el ejemplo del “Castell”, así como tiene importancia
coronar la torre humana, tiene mucha más la “piña”, el conjunto de brazos y
personas que sostienen la estructura y que, si cae, amortiguan el golpe.
Tenemos muy mitificado el hecho de quedar en el último lugar, nadie quiere
acabar el postrero. Sin embargo, sabemos que la vida no se mueve por
posiciones, aunque algunos prosigan en su intención de instaurar términos como
mediocridad, barriada, inútil, perdedor… Esta descalificación abundante de la
vida, de los últimos, sólo nos conduce al dolor: el dolor de un padre a un
hijo, de un profesor a un alumno, de un jefe a su empleado, de una sociedad a la
pobreza, o a la marginalidad. En cambio, Jesús, el Señor, el Hijo de Dios,
viene solicitando auxilio para estos últimos lugares, pues ese es el lugar en
el que tenemos que estar. Sus palabras son contundentes: “no seáis como los
gobernantes y los reyes de la tierra”, en otro evangelio, no os mováis según los
términos del poder, según las necesidades de la economía, según las clases
sociales, según el patrimonio… La kénosis nos conduce a ver a un Cristo que
siendo Dios no estimó el ser igual a Dios, sino que antes se despojó de su
realeza para hacerse igual a un hombre, frágil y pobre, tomando forma de siervo
y terminando finalmente en la cruz.
Al final de todo, al final de la persona sólo encontramos el ser, la
desnudez. Jesús nos invita a acoger a este ser humano desnudo que queda al
final de todas sus pretensiones, deseos, posiciones (y frustraciones)… porque
al final se nos presenta el lado más frágil de la existencia, el más conmovido,
el más inseguro y, en definitiva, también el más pobre. En la pobreza reside
toda, toda, toda la belleza del ser humano (soy lo que soy). Por tanto hay que
regresar hacia la ultimidad como lugar de encuentro con Dios y con la persona
para formarnos de nuevo, para que nos acojan como a niños.
Para que un político les escuche, o sepa aglutinar las verdaderas
necesidades de un pueblo, tiene que ser el último, porque siendo el menos
importante verá, experimentará, lo que le supone: no poder pagar un recibo,
vivir al borde de la pobreza, no tener agua caliente, tener que buscar entre la
basura… Mientras sean los primeros ya saben que hay últimos, pero no hay
implicación, hay distancia. Jesús en cambio nos llama a acortar, a erradicar,
esa distancia y a aproximarnos al terreno para compartir la ultimidad. Ya no
hay Norte ni Sur, Ricos o Pobres, Reyes y Peones… aunque queda mucho trabajo.
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