JUAN
2, 13 – 21: Cuando se aproximaba la Pascua de los judíos,
subió Jesús a Jerusalén. Y en el templo halló a los que vendían bueyes, ovejas
y palomas, e instalados en sus mesas a los que cambiaban dinero. Entonces,
haciendo un látigo de cuerdas, echó a todos del templo, juntamente con sus
ovejas y sus bueyes; regó por el suelo las monedas de los que cambiaban dinero
y derribó sus mesas. A los que vendían las palomas les dijo: —¡Saquen esto de
aquí! ¿Cómo se atreven a convertir la casa de mi Padre en un mercado? Sus
discípulos se acordaron de que está escrito: El celo por tu casa me consumirá. Entonces
los judíos reaccionaron, preguntándole: —¿Qué señal puedes mostrarnos para
actuar de esta manera? —Destruyan este templo —respondió Jesús—, y lo levantaré
de nuevo en tres días. —Tardaron cuarenta y seis años en construir este templo,
¿y tú vas a levantarlo en tres días?
Más allá de que este pasaje sea un poco extraño, todos participamos de la
destrucción del Templo cuando somos conscientes que nuestro fundamento vital
pasa por el cuidado espiritual (la oración, la meditación, la respiración, la
relajación…). Está en nosotros buscar enfrentar el mundo desde el sosiego del
alma, desde la tranquilidad y la armonía. Buscamos los elementos más propicios
para encontrar estabilidad emocional a las diferentes actividades con las que
convivimos. Medimos, en alguna manera, la compatibilidad que existe cuando
encontramos pareja. Hacemos yoga, acupuntura, trabajamos los chakras,
encendemos incienso, escuchamos un cd de música relajante… Bien, tenemos sin
duda una cara espiritual y otra más animal, visceral.
Alrededor del templo espiritual acampan los vendedores y cambistas, que son esas actitudes que se alejan de darnos la
paz y existen momentos ( a veces muchos) en que la visceralidad irrumpe con
fuerza en la actividad de mi precioso templo amado. Cuando eso ocurre me entran
las prisas, me arranca la cólera, estoy nervioso y no hay en mí nada de
armonía. Han tomado el templo! Y a veces estoy días y días sumido en la
vorágine del comercio del alma.
No obstante, encuentro en esos días el recuerdo de una doble promesa de paz
a la que puedo acudir para reconciliarme: - destruye este templo: debo pararme
a interiorizar esa actividad de destrucción de todo lo visceral, detenerme en
mitad de mi propio desajuste emocional y alzar el elemento de aniquilación de
ese templo tomado, que ha perdido su dirección, su motivo. Aun tengo la certeza
de que en la reconquista de mi entidad la toma del templo no será tardía,
tampoco su reconstrucción: en 3 días lo levantaré.
El templo espiritual, el templo interior, guarda una estrecha relación con
Jesús, con Dios. Cuando mi vida se forja desde la actitud interna, orante,
puedo descubrir la armonía del Espíritu en todos los acontecimientos que
suceden en el día. Cuando olvido relacionarme, se encadenan un cúmulo de
acontecimientos que caen uno tras otro, sin remedio. Toda nuestra vida será un
continuo destruir y levantar y debo entender a no tener miedo de afrontar las
veces que ocurra una cosa u otra, aquí el látigo sólo es la valentía. No
importa las veces que nos equivoquemos, pero los errores no pueden
paralizarnos, lo importante es que al caer pueda aprender a levantarme. Destruir
y construir o caer y levantar. Todo este pasaje de hoy no tiene que ver con el
enfado de Cristo sino con la necesidad de ser valientes para afrontar la vida y
levantarnos cuando caemos.
A partir de hoy este itinerario pascual no sólo nos llevará de la muerte a
la resurrección sino que nos mostrará a un Jesús que cada vez que cae se vuelve
a levantar. Que pueda como Él erguirme ante los problemas de la vida, que no importa
las veces que vaya al suelo sino las que me levanto.
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