JUAN
7, 1 – 9: Algún tiempo después, Jesús andaba por Galilea.
No tenía ningún interés en ir a Judea, porque allí los judíos buscaban la
oportunidad para matarlo. Faltaba poco tiempo para la fiesta judía de los
Tabernáculos, así que los hermanos de Jesús le dijeron: —Deberías salir de aquí
e ir a Judea, para que tus discípulos vean las obras que realizas, porque nadie
que quiera darse a conocer actúa en secreto. Ya que haces estas cosas, deja que
el mundo te conozca. Lo cierto es que ni siquiera sus hermanos creían en él. Por
eso Jesús les dijo: —Para ustedes cualquier tiempo es bueno, pero el tiempo mío
aún no ha llegado. El mundo no tiene motivos para aborrecerlos; a mí, sin
embargo, me aborrece porque yo testifico que sus obras son malas. Suban ustedes
a la fiesta. Yo no voy todavía a esta fiesta porque mi tiempo aún no ha
llegado. Dicho esto, se quedó en Galilea.
Qué extraños son estos familiares de Jesús, que en pasajes anteriores
tomaron a su pariente por un loco y ahora quieren que marche a Jerusalén para
declarar que es el Mesías. Esto de las expectativas tan pronto sitúa a uno en
el escalafón más elevado como lo destrona rápidamente. Mi generación proviene
de unos abuelos que han salido de la dictadura franquista y unos padres que han
vivido esa transición democrática, marcados muchas veces por aquello que no
pudieron hacer o acceder o estudiar… y a causa del conflicto y de la sociedad
de su momento han vertido todas sus esperanzas en los hijos e hijas y no sólo
en el plano profesional, sino también en lo referente a la vida, edad de
emancipación, carrera estudiantil… son un poco como estos hermanos de Jesús que
también querían algo presumiblemente bueno.
Aquí luchan por un lado la voluntad de los hermanos y por otro lado el
deseo de Jesús. En nuestro caso se han encontrado la expectativa de los padres
con las decisiones de los hijos. Lo que creen bueno unos no siempre coincide
con la decisión del otro y cuando eso ocurre, la respuesta más normal es la
decepción, la extrañeza, la incomprensión. Siempre proyectamos en el otro lo
que nos gustaría que fuera o cómo nos gustaría que fuera. Los hermanos de Jesús
veían claro que su hermano debía ya erguirse como el esperado, como el enviado,
como el ungido y su deseo de ver a Jesús rey generó una expectativa que sólo
podía conducir a terminar desencantados porque lo que uno desea no siempre
coincide con lo que el otro quiere y no respetamos su libertad.
Estos condicionales del deberías, tendrías, si hubieras… todos ellos encierran
en el fondo un deseo por someter a alguien a nuestro entendimiento o a nuestro
deseo… A veces pienso que si supiéramos dejar a un lado esa actitud nosotros
mismos viviríamos más tranquilos, más felices. Quizás yo no me quiero dar a
conocer, quizás yo no deseo subir a Jerusalén porque lo que yo quiero hacer
está en Galilea, cuando tenga que subir a Jerusalén ya lo haré.
El evangelista, con mucha destreza, nos muestra luego que ni siquiera los
hermanos creían en él, pero sí querían llevar a este Jesús como Mesías delante
del pueblo. Esta imagen que nace de nuestra proyección al otro ni siquiera es,
no es posible mantenerla, está vacía y cuando la proyección se rompe no queda
nada, salvo una extraña cosquilla que sube por el estómago y una sensación
miserable.
Tanto es necesario dejar a Jesús ser Jesús, como a cualquiera ser lo que
tiene derecho a ser. Creo que en todo este pasaje hay que reivindicar el
derecho a SER y no el de tener que ser y es necesario liberar a nuestros seres
queridos de esa presión que genera mi expectativa, porque sólo terminará
aportando un problema. Ireneo de Lyon dijo que el hombre que vive es la gloria
de Dios, como Jesús siendo quien quiere ser, sólo sometido al Padre que siempre
respetará su libertad aun siendo Hijo. Que aprendamos nosotros a vivir como
ellos que SON.
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