JUAN 4, 43 – 53: Después de esos dos días Jesús salió de allí rumbo a
Galilea (pues, como él mismo había dicho, a ningún profeta se le honra en su
propia tierra). Cuando llegó a Galilea, fue bien recibido por los galileos,
pues éstos habían visto personalmente todo lo que había hecho en Jerusalén
durante la fiesta de la Pascua, ya que ellos habían estado también allí. Y
volvió otra vez Jesús a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en
vino. Había allí un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Capernaúm. Cuando
este hombre se enteró de que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a su
encuentro y le suplicó que bajara a sanar a su hijo, pues estaba a punto de
morir. —Ustedes nunca van a creer si no ven señales y prodigios —le dijo Jesús.
—Señor —rogó el funcionario—, baja antes de que se muera mi hijo. —Vuelve a casa, que tu hijo vive —le dijo
Jesús—. El hombre creyó lo que Jesús le dijo, y se fue. Cuando se dirigía a su
casa, sus siervos salieron a su encuentro y le dieron la noticia de que su hijo
estaba vivo. Cuando les preguntó a qué hora había comenzado su hijo a sentirse
mejor, le contestaron: —Ayer a la una de la tarde se le quitó la fiebre. Entonces el padre se
dio cuenta de que precisamente a esa hora Jesús le había dicho: «Tu hijo vive.»
Así que creyó él con toda su familia.
¿Qué hubiera ocurrido si a pesar de la fe del funcionario el hijo hubiera
acabado muriendo? Esta es la pregunta que hoy me viene a la cabeza cuando repaso
las cifras de muertes en el conflicto de
Siria o Crimea y cuando leo sobre la persecución de cristianos en Pakistan, por
ejemplo. La zona del mundo que no está sufriendo a causa del hambre o de las
enfermedades, sufre bajo el ruido sordo de la batalla o del asesinato y es que
acaso ellos (o ellas) no tienen la suficiente fe? Cómo entonces debemos
entender nuestra vida bajo la estela de la persecución? El sábado hubo una
oración a favor de los conflictos que asolan el mundo, es la forma que nuestra
fe recoge para tratar de exponerle a Dios que necesitamos ayuda.
Uno se siente desnudo ante esta realidad que me abruma, que me puede. No
puedo más que imaginarme lo que en estos conflictos se debe vivir y lo hago
apoyado en periódicos, noticias o imágenes que llegan, sea a mis manos o a mis
ojos, aunque de ninguna manera puedo sentir o tocar aquella realidad. Tampoco
puedo tocar la fe, que me llega por convencimiento, quizás por ello en estos
días cobre un especial valor el volcarme a ella en oración a ese Dios que no
puedo tocar.
Nuestro hijo no siempre es sanado y el drama del mundo convive con nuestra
sonrisa, vivimos en una paradoja. Los existencialistas han vertido desde el sin
sentido hasta la náusea, pero si nuestra vida fuera la de ellos en el mundo no
habría esperanza. Algunos preguntan por qué Dios permite todo esto, otros
responden que Dios no puede actuar contra la libertad del hombre y que a causa
de esa libertad tenemos conflictos, otros dirán que es a causa del pecado y aun
otros hablarán o de una forma de castigo o de que Dios nos ha olvidado.
Ante el conflicto siempre tomamos la fe: la de los judíos a pesar de las
matanzas de Antíoco IV, la de los mártires en tiempos romanos, la de Bonhoeffer
desde el presidio nazi, la de los cristianos quemados vivos en Nigeria… somos
la esperanza de los esperanzados y es que ante el ocaso o ante el dolor sólo
vive la fe y la fe calma el llanto y la fe suple el hambre… porque el ser
humano es un superviviente y cuando intenta sobrevivir es llevado por su fe, y
esa fe nos llega a nosotros y sobre la historia, los que vivimos del otro lado
del conflicto, porque somos llamados a no repetir masacres. Ustedes no van a
creer si no ven señales dice Jesús y las señales las estamos viendo.
El pasaje de hoy nos invita a sanar de la fiebre a la sociedad, a la
política y a la misma iglesia para que la esperanza de los esperanzados renueve
este don de la fe a pesar de que conviva con la enfermedad.
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