MARCOS
9, 2 – 10: Seis días después Jesús tomó consigo a Pedro, a
Jacobo y a Juan, y los llevó a una montaña alta, donde estaban solos. Allí se
transfiguró en presencia de ellos. Su ropa se volvió de un blanco
resplandeciente como nadie en el mundo podría blanquearla. Y se les aparecieron
Elías y Moisés, los cuales conversaban con Jesús. Tomando la palabra, Pedro le
dijo a Jesús: —Rabí, ¡qué bien que estemos aquí! Podemos levantar tres albergues: uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías. No sabía qué decir,
porque todos estaban asustados. Entonces apareció una nube que los envolvió, de
la cual salió una voz que dijo: «Éste es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!» De
repente, cuando miraron a su alrededor, ya no vieron a nadie más que a Jesús. Mientras
bajaban de la montaña, Jesús les ordenó que no contaran a nadie lo que habían
visto hasta que el Hijo del hombre se levantara de entre los muertos. Guardaron
el secreto, pero discutían entre ellos qué significaría eso de «levantarse de
entre los muertos».
Hoy tenemos un pasaje complicado, muchos elementos que conforman la
teología, la escatología o la mitología…, se van uniendo al texto que narra la
transfiguración de Jesús, que representa la manifestación de su divinidad para
algunos y la manifestación de su humanidad para otros. Sea como fuere, esta
narración de los evangelistas no deja indiferente a nadie. Pedro, sobrepasado,
no cabe en sí ante la maravilla de esta escena divina y quiere dejar constancia
de la majestad de Jesús con las enramadas y Jesús, al contrario, rompe la
imagen de Pedro haciéndoles callar y mantenerlo en secreto. Sea como fuere, la narración de la transfiguración
de Jesús encontrará, en el relato de Lucas, su paralelo en la conversión de
Pablo, cuando una luz lo envuelve y lo tira al suelo.
El monte Tabor es hoy un lugar de peregrinación, no hay viaje a Tierra
Santa que no te lleve a la montaña y, claro, que no repase uno de los momentos
narrados en los que a Jesús se nos muestra poderoso, al nivel de los profetas
más grandes del Antiguo Testamento: Elías y Moisés. La montaña, aun al paso de
los tiempos, sigue siendo el lugar de encuentro con Dios.
Toda esta situación parece que hace embriagar a los discípulos, que
sobrecogidos son testigos del hecho asombroso y cuando consiguen mirar, ya con
sus propios ojos, sólo ven a Jesús. Huyamos de estas situaciones que nos
emborrachan ante el poder y que distraen toda nuestra atención porque entonces
dejamos de ver lo que es realmente importante para vivir en una especie de
nube. No perdamos la perspectiva de las personas porque hayamos visto un algo
insólito, porque Jesús les está diciendo a estos discípulos que aún detrás de
todo lo que parece divino, poderoso y puro, existe el ser humano. No
pretendamos nada del ser humano, porque cuando yo vierto sobre una persona lo
que me gustaría que fuera, lo que me gustaría que me diera, o lo que me
gustaría que hiciera, la hemos anulado por completo y lo único que puede pasar
después es que nos decepcione por ser como es. Qué injusto por nuestra parte es
querer transfigurar al otro.
Si yo llego a un lugar y quienes me acogen piensan que vengo a substituir
a, a llenar el vacío de, a esconder las carencias con… se me está anulando por
lo que soy y se me coloca una nube de fantasía que en nada me identifica. Se me
diviniza, se me idealiza… pero finalmente no se me acoge quién soy. Y cuando
por mi normal comportamiento ellos ven que desaparece toda esa nube con que me
idealizaron logran verme a mí, y algunos me aceptan y otros me rechazan, y
otros si pudieran hasta me mataban.
Que peligroso, absurdo, hipócrita… es transfigurar a alguien, perder su
realidad, hacerle ser lo que no es. Dejad a cada uno ser lo que es, dejad a
Jesús ser Jesús y no lo transfiguréis.
Qué bonita es la originalidad, la unicidad, lo espontáneo que nace del otro
y el admirarme de la diferencia. Que precioso el ser humano por lo que es, sin
esperar de él. Eso es lo que hay detrás de la transfiguración, el ser humano
desnudo, nada más que mi humanidad.
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