JUAN 6, 16 – 21: Cuando
ya anochecía, sus discípulos bajaron al lago y subieron a una barca, y
comenzaron a cruzar el lago en dirección a Cafarnaúm. Para entonces ya había
oscurecido, y Jesús todavía no se les había unido. Por causa del fuerte viento
que soplaba, el lago estaba picado. Habrían remado unos cinco o seis kilómetros
cuando vieron que Jesús se acercaba a la barca, caminando sobre el agua, y se
asustaron. Pero él les dijo: «No tengan miedo, que soy yo.» Así que se
dispusieron a recibirlo a bordo, y en seguida la barca llegó a la orilla adonde
se dirigían. Al día siguiente, la multitud que se había quedado en el otro lado
del lago se dio cuenta de que los discípulos se habían embarcado solos. Allí
había estado una sola barca, y Jesús no había entrado en ella con sus
discípulos. Sin embargo, algunas barcas de Tiberíades se aproximaron al lugar
donde la gente había comido el pan después de haber dado gracias el Señor. En
cuanto la multitud se dio cuenta de que ni Jesús ni sus discípulos estaban
allí, subieron a las barcas y se fueron a Cafarnaúm a buscar a Jesús.
La vida, como este lago, está
llena de situaciones que nos sacuden de un lugar a otro, algunas nos
sobresaltan, otras nos incomodan, las hay que nos resultan violentas… y todas
estas situaciones terminan por remover y agitar nuestra vida. En sí, digamos
que no es malo que nuestra vida se remueva, porque no todo puede ser de color
de rosas. Además, este Dios que se revela no sólo se hace presente en lo bonito sino que
también se revela en el dolor, por ejemplo. La cruz es la gran agitación para
cualquiera, pero a través de ella es posible la salvación. Estar enfermo, o tener
dificultades en la vida, o vivir en una tierra de conflictos… no es sinónimo de
perder el favor de Dios. D. Bonhoeffer (que estuvo encarcelado en la Alemania
nazi) explica en una de sus cartas cómo Dios se manifiesta también en la
ausencia.
Jesús, que viene caminando, nos
enseña a caminar por encima de las aguas. Esto es, a caminar por encima de los
problemas, de aquellas cosas que nos impiden vivir, y vivir no significa que no
existan los problemas, porque a veces parece que tener a Cristo es sinónimo de
una vida absolutamente cómoda y sin apuros. Judas, por ejemplo, traicionará a
Jesús y terminará por ahorcarse, también están los mártires (que dieron la vida
a causa de su fe), y hoy en día tenemos a todos estos cristianos que son perseguidos
y asesinados, o también a los que se quedan sin hogar, o a los que viven en la
pobreza...
Los apóstoles se asustan, y se
asustan de Cristo, porque no somos capaces de ver a Jesús en estas situaciones
tan terribles. A pesar de ser Jesús, a nosotros nos espanta ese momento, y Él
les dice: tranquilos, SOY YO, no temáis, como Bonhoeffer nos enseña a llegar a
este Dios revelado en la ausencia.
El texto dice que Jesús sube a la
barca y llegaron a la orilla. Jesús, a pesar de todas estas situaciones, está
con nosotros, y este trayecto hacia la orilla, es también el nuestro. Es el
tránsito que cada persona tiene que hacer desde que nace hasta que muere.
Jesucristo es el principio y el fin, el ser humano nace a la vida y tiende
nuevamente hacia ella en la muerte, y siempre hay algo que nos lleva allí. Porque
aunque no lo veamos, o no lo sintamos… por peor que sea nuestro momento, Jesús
está con nosotros en la barca. Remar, tenemos que remar nosotros.
No es un ejercicio sencillo este
que nos presenta hoy Juan, pero merece la pena intentarlo si no queremos
sucumbir al miedo que, muchas veces, provoca el mundo.
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