JUAN
6, 55 – 59: Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre
es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y
yo en él. Así como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, también
el que come de mí, vivirá por mí. Éste es el pan que bajó del cielo. Los
antepasados de ustedes comieron maná y murieron, pero el que come de este pan
vivirá para siempre. Todo esto lo dijo Jesús mientras enseñaba en la sinagoga
de Cafarnaúm.
Jesús llamará bienaventurados a los que tienen hambre y sed, que finalmente
serán los que también coman y beban de su cuerpo y de su sangre; y nos dice
algo importante recordando las bienaventuranzas: que deseando justicia serán
saciados, y que buscando misericordia aquí la hallarán. Participar de Jesús no
es cometer antropofagia y beber su sangre no nos convierte en alguna clase de
vampiros, el hecho de participar es el de adherirnos, hacemos nuestros sus
intereses y también sus actitudes. De ese modo, del Misericordioso podemos
encontrar misericordia, y del Justo podemos hallar justicia. Y por la
resurrección sabemos que su reino no tendrá fin.
La labor de la iglesia sería la de ofrecer esta comida y bebida que sacia,
que llena, aunque a veces nos encontramos con la otra iglesia que a pesar de
dar también alimento de Dios, como aquel maná nos deja con hambre. Cuando la
iglesia no quiere servir, cuando no quiere implicarse con la realidad, cuando
no se preocupa por los creyentes o cuando sólo quieren justificar que son los
principales de esta función de acercar a Dios y ya está, nos dejan con hambre,
nos ofrecen una comida que perece, que no sacia, y una bebida que da sed, que
deshidrata. Nuestras Iglesias son palacios, parece
que allí viven los reyes. Incluso dentro de nuestras Iglesias
hemos creado palacetes de oro, porque decimos que allí vive Jesús. Pero resulta que no hay nada, y creyendo tener a Jesús, no lo tienen
porque no hay amor.
Pero las hay que
parecen una Galilea, o una Betania, lugares especiales en los que Jesús
encontró reposo y gente que le amaba, y que para nosotros a día de hoy también
tienen ese mismo significado. Son lugares de acogida, de relaciones
entrañables, de felicidad y en los que Dios se manifiesta de muchas y variadas
formas. Y a pesar de ser también como templos, más bien parecen casas, lugares
en los que hacer familia. Y allí la comida sacia y la bebida apaga la sed, y
los creyentes vuelven a ser como aquellos primeros discípulos que se enamoran,
que tienen pasión en el corazón.
Y lo más importante es que toda esta familia aprendió a buscar a Dios, y
que de esa búsqueda surgió un olor a vida, que no se extingue, que perdura y
que se comparte. Así, de ese cuerpo y esa sangre que comemos y bebemos podemos
ofrecer a los demás. Y lo ofrecemos como en una mesa de vida en la que queremos
reunirnos por el mero hecho que nos gusta encontrarnos. Qué mejor que compartir
a Cristo con los amigos, con la familia… personas a las que amar y que nos
aman, como un cuerpo que se parte y se entrega, que se ofrece y es aceptado.
Así termina este discurso del pan de vida, determinando que la vida está en
Jesús, porque en Él dios se ha manifestado.
Y sabremos que está Dios si encontramos que hay amor, y si no encontramos
ese amor… pueden ser muchas cosas, pero seguro que no tienen a Dios.
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