JUAN
6, 30 – 35: —¿Y qué señal harás para que la veamos y te
creamos? ¿Qué puedes hacer? —insistieron ellos—. Nuestros antepasados comieron
el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer.” —Ciertamente
les aseguro que no fue Moisés el que les dio a ustedes el pan del cielo —afirmó
Jesús—. El que da el verdadero pan del cielo es mi Padre. El pan de Dios es el
que baja del cielo y da vida al mundo. —Señor —le pidieron—, danos siempre ese
pan. —Yo soy el pan de vida —declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará
hambre, y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed.
Estamos en pleno discurso del pan de vida. El
evangelista recuerda a la comunidad judía que el verdadero pan que alimenta al
pueblo no fue el maná que Dios hacía salir cada mañana durante el éxodo, sino
que Jesucristo es la plenitud de Dios.
Los que se reunían dijeron a Jesús, “danos
siempre ese pan”. Verdaderamente estamos necesitados de ese alimento que,
además de satisfacer, llene de sentido nuestra vida. Buscamos aquí, buscamos
allí, pero la realidad nos dice que hay mucha gente que no ha conseguido,
todavía, alcanzar la satisfacción en la vida. Quizás nosotros sí, pero cierto
es que también tenemos días de esos en que el sentido de la vida se pierde unos
instantes. ¿la plenitud? Ciertamente es costosa, pero como dice la Palabra de
hoy, no podemos ponerla confiando en lo que perece, lo que termina, o lo que
circunstancialmente fue válido. Esa plenitud, en el pasaje de la samaritana,
nos permite ver que alimenta el cuerpo y también el alma, y se coloca de tal
modo que ya no hace falta buscar en ningún otro pozo.
El pan que compramos, o el pan que ofrecemos, aún
gustoso… termina, y luego volvemos a tener hambre, compramos otro pan, lo
comemos o lo partimos, volvemos a tener hambre. Este es el círculo de la vida
física, que necesita irse alimentando para no desfallecer, para no morir. Pero
nuestra alma no necesita que continuamente la estemos llenando de cosas, de
ideas, de planes, de sueños… Juan nos explica que ese pan capaz de traernos paz
proviene de la ingesta del pan de Cristo. Y aunque vuelva a tener hambre,
aunque vuelvan las dudas, aunque la vida pueda ser un capítulo de victoria o de
fracaso, si mi comida sigue siendo el pan de Cristo podré vivirlo todo con una
capacidad de felicidad, de sosiego y de lucidez como no ofrece ninguna otra
terapia espiritual.
Toda la vida buscando en el yoga, en la
meditación, en trabajar los chakras, en el reiki, o la esperanza puesta en el
poder de las piedras, del feng sui, o en la reencarnación. Es toda una
esperanza, un deseo de vivir, sujeta a perderse, porque presentan un ideal que
finalmente acaban por desengañarnos, no lo alcanzamos, no es suficiente… Y
nuestro espíritu no necesita la presión del “tener que llegar a “, lo que
necesita es vivir en plenitud.
Este es el pan de vida, no como el que nos
ofrecían los profetas (aun por más grandes que sean), sino el que proviene del
mismo ser de Dios. Es la única esencia universal, que nunca termina, la que se
nos ofrece sin precio, gratuitamente, y en libertad (también podemos aceptarla
o no). La invitación no es para comer un pan vacío, o una de esas baguette que
no sirven para nada a la hora, la invitación nos viene para vivir en esta vida
lo que es el Reino de los cielos, y para poder tender a esa trascendencia que
se concreta en la vida misma, sin engaño, sin cobertura. Vive con la
satisfacción del pan de vida y vivirás lo que es el amor que viene del Padre y
que se encarna en este mundo en el que vivimos.
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