JUAN
6, 60 – 68: Al escucharlo, muchos de sus discípulos
exclamaron: «Esta enseñanza es muy difícil; ¿quién puede aceptarla?» Jesús, muy
consciente de que sus discípulos murmuraban por lo que había dicho, les
reprochó: —¿Esto les causa tropiezo? ¿Qué tal si vieran al Hijo del hombre
subir adonde antes estaba? El Espíritu da vida; la carne no vale para nada. Las
palabras que les he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos
de ustedes que no creen. Es que Jesús conocía desde el principio quiénes eran
los que no creían y quién era el que iba a traicionarlo. Así que añadió: —Por
esto les dije que nadie puede venir a mí, a menos que se lo haya concedido el
Padre. Desde entonces muchos de sus discípulos le volvieron la espalda y ya no
andaban con él. Así que Jesús les preguntó a los doce: —¿También ustedes
quieren marcharse? —Señor —contestó Simón Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes
palabras de vida eterna.
La Palabra de Dios no es fácil, a veces exige de nosotros actos con los que
no podemos convivir: poner la otra mejilla, amar a los enemigos… por citar
algunas. Todos podemos identificarnos con estos discípulos que murmuraban
porque en algún momento también exclamamos: ¿Quién puede aceptarla? Si marchara
mucho más allá, la dejaría entrever incluso en el pasaje de Getsemaní: Padre,
si puedes, que pase de mí esta copa, aunque como Cristo es Cristo,
inmediatamente luego se erige como el único: pero hágase tu voluntad. Y ese
sería, sin dudas, el ideal del cristiano pero todos tenemos en cuenta nuestras
limitaciones y nuestros problemas. Por otro lado, la misma fe genera dudas, y
es muy bueno que las genere porque eso quiere decir que nuestra fe es dinámica
y que actúa. Preguntarse sobre las cosas no tiene nada de malo porque si no nos
preguntásemos sobre Dios, sobre Cristo, sobre el Reino, sobre nuestra vida… no
habría fe.
Cuando asolan las dudas: cuando vemos que no logramos cumplir con lo
cometido de la vida cristiana, cuando fallamos a la pareja, cuando nos
enfadamos con los padres, o con los hijos, el texto nos remonta la situación
indicándonos una pregunta: ¿a quién iremos? Porque sabemos que en la vida
podemos ir a muchos lugares para resolver todas estas situaciones: al abogado
para tramitar un divorcio, al banco para arreglar una deuda, a la ley para
exigir cumplimiento… pero ninguna de estas soluciones sirve para atender al
plano existencial del ser humano, ni la filosofía, porque nuestro ser
trascendente no puede ocuparse con acciones finitas, porque todas ellas mueren.
¿A quién iremos? Es la gran pregunta que quiebra el debate entre creyentes y
agnósticos. Irás a las matemáticas, que terminan en la fórmula; a la ciencia,
que termina con el ensayo; a la música, que termina con la composición; al
dinero, que termina o con el pago, o con la quiebra…
Muchos marchan, es evidente. Si repasan en sus círculos más cercanos verán
que muchos de los que estaban hace años ahora no están. Han ido tras otras
cosas, quizás creyendo que llenarían su vacío, quizás creyendo que Cristo no es
la respuesta, quizás por las mil y una de la religión… no están. Por ello hoy
en el seno de la comunidad creyente debe resonar aún con más fuerza: ¿a quién
iremos? Porque o estamos convencidos de que sólo, sólo en Cristo hay palabra de
vida eterna, o como aquellos antecesores, nos apartaremos de la Palabra porque,
como dijimos, muchas veces es difícil.
Quiero animarlos. Hay que tener mucha fuerza, mucha confianza, mucha
ilusión para seguir acudiendo a Cristo. Lo más fácil es huir, pero ustedes
persisten, prosiguen… Cuando un no creyente viene, o regresa, sólo lo hace
respondiendo así a la pregunta: ¿a quién iremos?, dirá: con aquellos que sigan
lo que sigan lo hacen con gozo, con felicidad.
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