MATEO
15, 21 – 28: Partiendo de allí, Jesús se
retiró a la región de Tiro y Sidón. Una mujer cananea de las inmediaciones
salió a su encuentro, gritando: —¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi
hija sufre terriblemente por estar endemoniada. Jesús no le respondió palabra.
Así que sus discípulos se acercaron a él y le rogaron: —Despídela, porque viene
detrás de nosotros gritando. —No fui enviado sino a las ovejas perdidas del
pueblo de Israel —contestó Jesús. La mujer se acercó y, arrodillándose delante
de él, le suplicó: —¡Señor, ayúdame! Él le respondió: —No está bien quitarles
el pan a los hijos y echárselo a los perros. —Sí, Señor; pero hasta los perros
comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Mujer, qué grande es tu fe!
—contestó Jesús—. Que se cumpla lo que quieres. Y desde ese mismo momento quedó
sana su hija.
Alguien dijo que los hijos vienen al mundo para hacer sufrir a los padres.
Bien, no estoy de acuerdo con esta frase fatal que coloca a los hijos en el
camino de la amargura paterna, sino que creo firmemente en la oportunidad que se
da a los padres de traer a la vida a un hijo, o una hija. Creo en el milagro de
la vida como motivo de celebración, de alegría, y pienso que a lo largo de la
vida lo que los progenitores deben hacer es proteger ese derecho a la
felicidad. Quizás es también lo más difícil, porque venimos de por lo menos dos
generaciones de padres que han querido que sus hijos más que felices sean
ejecutores de sus sueños. Y todo ello, además, enmarcado en un momento
histórico que en España se vivió muy intensamente en los 70, 80 y 90 con la
eclosión de movimientos juveniles, políticos y fiesteros que trajeron a choque
a unos contra otros.
Pero a pesar de las fiestas, de la música, de la ropa o de las drogas,
estas no tan antiguas generaciones de personas que venían de la posguerra han
sabido dar cumplimiento a la petición de la mujer cananea. Da igual qué han
hecho los hijos, da igual si finalmente no se pudo alcanzar el sueño paterno,
da igual cuántos disgustos, enfados, discusiones… porque hemos logrado ver que
lo único realmente importante para un padre o una madre es la vida de su hija,
o de su hijo.
Cualquier hijo debería poder descubrir esta tan radical apuesta de amor de
sus padres. No digo que este descubrimiento venga de la radicalidad de la
relación sino de cualquier episodio en el que lo único que palpamos es el amor.
Esta fidelidad, este amor… de los padres es también el hilo que nos permite
hablar de Dios, porque lo que reflejan unos padres por sus hijos debe ser
reflejo de lo que siente Dios por los suyos. Por tanto, quien ha experimentado
este amor físico y emocional tiene alguna idea, aunque sea remota, del grande
amor de un Padre celestial que sin ver sentimos y que nos da así acceso a la
esperanza.
Y en algo esta aventura de amor se hace similar a la fe, o la fe es
conductora de este encuentro paterno-filial. Pocas veces leemos a Jesús
reconociendo la fe de alguien: recordamos a la hemorroisa, al centurión romano,
a la mujer que unge con oleo de nardo al Cristo y a esta madre. Por tanto, todo
reconocimiento de fe viene dado por un acto de amor.
Pienso en las reacciones desde la primera ecografía al nacimiento en
contraposición a la experiencia de la enfermedad de un hijo, todo se deja por
él, todo se gasta por él, todo se sufre por él, todo se cambia por él. Ser padre,
o madre, o ser hija, o hijo es una aventura extraordinaria.
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