MATEO
17, 14 – 20: Cuando llegaron a la
multitud, un hombre se acercó a Jesús y se arrodilló delante de él. —Señor, ten
compasión de mi hijo. Le dan ataques y sufre terriblemente. Muchas veces cae en
el fuego o en el agua. Se lo traje a tus discípulos, pero no pudieron sanarlo. —¡Ah,
generación incrédula y perversa! —respondió Jesús—. ¿Hasta cuándo tendré que
estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganme acá al
muchacho. Jesús reprendió al demonio, el cual salió del muchacho, y éste quedó
sano desde aquel momento. Después los discípulos se acercaron a Jesús y, en
privado, le preguntaron: —¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? —Porque
ustedes tienen tan poca fe —les respondió—. Les aseguro que si tienen fe tan
pequeña como un grano de mostaza, podrán decirle a esta montaña: “Trasládate de
aquí para allá”, y se trasladará. Para ustedes nada será imposible.
En el contexto del Tabor, cuando Jesús baja de la montaña de la
transfiguración se encuentra con esta escena por la que reprende a los suyos,
que estaban discutiendo con los maestros de la Ley por este hijo endemoniado.
No obstante, el maestro también les dirá que expulsar estos espíritus es
complicado y que sólo salen con ayuno y oración. Como podemos ver, y a pesar de
que en sí necesitaban la ayuda de Jesús, la reprimenda adopta un sentido
social: dejen de discutir, como hacen los maestros, y den socorro al muchacho
(o algo así).
Esto sucede de un modo muy claro cuando alguien deja en herencia a otro, o
a otros, un proyecto, una misión, un ministerio… Pasa también cuando alguien
deja un cargo y el que lo ocupa toma otro rumbo. Es lo que tenemos más a mano,
vemos en nuestro día a día como todo el trabajo social, la dedicación de los
voluntarios y el crecimiento de un proyecto pierden el sentido porque desde la
dirección, o desde rectoría, o desde la oficina… nacen las discordias y la
atención ya no se centra en el servicio sino en hablar, y hablar, y hablar.
Muchas veces este comportamiento termina con la obra, con las ayudas, con
la paciencia de los voluntarios. También termina con el beneficiario último de
la actuación, como este chico queda desamparado mientras aquellos se enzarzan
unos con otros. Claro, todo esto trae un recuerdo institucional y a quién no se
le ha dilatado un proceso que parecía o que necesitaba para ya. Cuando para
solicitar alguna ayuda, por ejemplo, el tiempo se eterniza ¡válgame Dios!
Ocurre con Hacienda, ocurre en la sanidad, ocurre en lo que para nosotros son
primeras necesidades y en lo más elemental de la vida. Y a mí, personalmente,
me fastidia muchísimo que me la hagan perder. Porque una cosa es perder el
tiempo, que siempre molesta, pero otra muy distinta es perder la salud, la
cartera, los nervios, a un hijo…
Lamentablemente son muchos los casos que nos encontramos en sanidad de
personas que han fallecido antes de recibir su tratamiento. Personas que
agonizan y que sufren dolores porque su visita final está programada para de
aquí a tres años. Pruebas que se pierden en el tiempo, otras que hay que
repetir porque las antiguas caducaron… Está claro que los discípulos de Jesús,
hoy, mucho tienen que ver con la Sanidad.
Podríamos pensar en muchas otras realidades en las que ocurre lo mismo,
pero quizás nos corresponde a nosotros hacer también como Jesús y reprender a
las instituciones, que se han convertido en esa generación perversa e incrédula,
para decirles: traigan aquí al muchacho.
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